El duendecillo avaricioso
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El duendecillo avaricioso

Edades:
A partir de 4 años
El duendecillo avaricioso Un día, María estaba dando un paseo por el bosque y descubrió un almendro cargado de ricos frutos, de sabrosas y bonitas almendras. Era justo uno de sus frutos secos favoritos y le encantaba hacer bizcocho con ellas. Justo cuando se disponía a cargar unas cuantas en su mochila para la cena, escuchó una voz tras de sí.

-Esas almendras son mías, no se te ocurra tocarlas siquiera - escuchó sin poder ver de dónde venían esas amenazantes palabras.

Buscando entre las sombras pudo ver por fin al dueño de esa rotunda voz. Era un personaje bastante extraño, de un tamaño muy pequeño y que iba vestido de color rojo y un gorro puntiagudo. Le dijo que todos los frutales del pueblo eran suyos. Que él los sembraba, los regaba, los abonaba y recogía sus frutos. Por lo tanto, solo a él correspondía disfrutar de la cosecha de almendras que María había descubierto. La niña no estaba para nada de acuerdo y, como era muy valiente y con mucho carácter, le plantó cara a aquel ser misterioso y egoísta a partes iguales.

- Las tierras en las que están esos árboles frutales de los que tanto presumes son de todo el pueblo. El agua de la que sacas el agua para regarlos es del pozo comunitario y el estiércol para abonar es también del ganado de la granja municipal - le espetó con seguridad la niña.

El duendecillo avaricioso parecía no entender los argumentos de María. De hecho, seguía manteniendo que aquellas almendras eran suyas y que, en tal caso, regalaría unas cuantas a quien él quisiera. Al final, el debate llegó a tal punto que la niña se fue a su casa tirando la toalla. Al día siguiente, hablando con los vecinos del pueblo, ideó un plan. DeEl duendecillo avariciosojó al pozo sin cubo para extraer el agua y a la granja sin pala para sacar el estiércol de abonar. El duende se quedó sin recursos para mantener sus árboles y tuvo que acabar reconociendo que, si estos estaban lustrosos y daban ricos frutos, era gracias a la ayuda de sus vecinos. Al final, entró en razón y, con la ayuda de María, organizó una gran merienda para todo el pueblo. Sobre la mesa, además de almendras, puso sandías, melocotones, peras, manzanas y hasta calabazas. Todo provenía de un huerto que, desde ese día, pasó a ser comunitario.
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