En el Bosque Feliz todos estaban siempre alegres y contentos. Todos menos Murung, el enanito malhumorado. Nadie sabía muy bien por qué Murung estaba siempre de mal humor. Lo único que tenían claro es que si alguien podía aguar la fiesta era él.
Porque Murung no se conformaba con estar siempre enfadado, no. Murung se pasaba el día buscando la manera de contagiar su mal humor a los demás. Menos mal que en el Bosque Feliz eran especialistas en ponerle al mal tiempo buena cara, que si no..., quién sabe lo que hubiera pasado.
Pero las maldades de Murung iban en aumento. Por ello, el Consejo Superior de Sabios organizó una reunión extraordinaria para resolver el problema. Tras horas de debate, el Gran Sabio habló por primera vez.
-Creo que el problema no es qué hacer, sino averiguar por qué Murung está siempre así. Resolver el misterio del mal humor de Murung es la única y verdadera solución.
Todos los sabios empezaron a cuchichear. El gran sabio tenía razón. ¿Por qué Murung era así? Nunca antes había habido nadie en Bosque Feliz que no se contagiara de la alegría y buen humor del lugar, y eso que había llegado gente de todas las partes del mundo hasta allí.
Los sabios empezaron a investigar, pero nadie sabía nada Murung. Ni de dónde había venido, ni si tenía familia… nada. Al ver a los sabios merodear alrededor de la casa de Murung y preguntar a todo el mundo, una enanita se les acercó y les dijo:
-Hola, soy vecina de Murung. Sé que intentáis saber algo de él, pero no descubriréis nada. Nadie sabe nada porque Murung nunca cuenta nada. No habla con nadie salvo para decir algún improperio.
-¿Desde cuándo conoces a Murung? -preguntó uno de los sabios.
-Desde que llegó -dijo la enanita-. Fui verle. Le llevé unos dulces de bienvenida. Quise darle un abrazo, pero me empujó.
-¿Por qué haría eso? -preguntó otro de los sabios-. A todo el mundo le gustan los abrazos.
-¡A mí no! -bufó Murung, mientras salía de su casa-. No me gustan los abrazos, ni los besos, ni las caricias.
-¿Por qué? -preguntaron todos los sabios a la vez. Pero Murung no contestó. Se limitó a mirarlos con cara de pocos amigos.
-¿Alguna vez lo has probado? -preguntó la enanita.
Murung la miró. No dijo nada. Pero la enanita lo entendió. De pronto, el mal humor había dado paso a la tristeza.
-
Nunca te han abrazado, ni te han besado, ni te han acariciado, ¿verdad? -dijo la enanita-. Ni cuando eras niño.
Murung no habló. Solo se quedó quieto, mirando a la enanita.
-Si me dejas, te demostraré que no tienes de qué tener miedo -dijo la enanita.
Murung, petrificado como estaba, se dejó abrazar. Uno a uno, todos los sabios le dieron un abrazo a Murung, que permaneció allí, quieto.
La voz se corrió y todos los habitantes de Bosque Feliz hicieron cola para abrazar a Murung.
-Misterio resuelto -dijo el Gran Sabio-. Y problema solucionado. Creo que ya no habrá que tomar medidas con Murung.
Desde ese día, Murung disfruta de la alegría de Bosque Feliz. Dicen que de vez en cuando lo ven con su vecina, paseando por entre las flores. ¿Habrá encontrado Murung el amor?