En Villaolorosa todos los vecinos iban con una pinza en la nariz para no oler nada. Porque en Villaolorosa había que pagar por disfrutar de los aromas.
Todo el que pasaba por la floristería y olía las flores tenía que pagar. Y todo el que pasaba por la panadería y aspiraba el delicioso aroma del pan recién hecho tenía que pagar. Y también había que pagar si se disfrutaba del olor de la pastelería, de la frutería o de los restaurantes.
Hasta que un día llegó a Villaolorosa el ladrón de olores. El ladrón de olores se paseaba por la ciudad con un pasamontañas y unas gafas oscuras, pero con la nariz descubierta. Y con todo el descaro del mundo se paraba a olerlo absolutamente todo, y luego se iba brincando y gritando:
—Lo he robado, lo he robado. El olor es mío.
—Esto no puede ser —decían los comerciantes afectados—. Habrá que avisar a la policía.
La policía detuvo al ladrón de olores varias veces, pero al final lo tenían que soltar, porque no podía devolver lo que había olido ni pudieron probar que, en realidad, el ladrón tuviera en su poder los olores.
Pero los comerciantes y todos los afectados insistieron.
—Queremos que este caso se juzgue en la corte suprema —dijeron.
Después de mucho esfuerzo, los afectados consiguieron que el ministro de justicia se acercara hasta Villaolorosa en persona.
—Traedme al ladrón —ordenó el ministro.
El ladrón se presentó ante el ministro. Este le preguntó:
—¿Es verdad que has robado los olores de toda esta gente?
El ladrón de olores respondió:
—Sí, señor ministro. He olido todo, todo, todo.
El ministro le preguntó:
—¿Has pagado por ello?
—No, señor ministro, no he pagado nada.
El ministro volvió a preguntar al ladrón:
—Pero sabes que esta gente cobra a la gente por disfrutar de los olores de sus productos, ¿verdad?
El ladrón dijo:
—Lo sé. Sé que cobran dos monedas por oler, pero no me parece justo.
La gente empezó a hablar. El ministro mandó callar.
—¡Silencio! Quiero que saques diez monedas y las pongas en tu mano. Y que se acerquen los demandantes.
Todos obedecieron. El ministro siguió hablando:
—Ahora ordeno que el ladrón sacuda las monedas entre sus manos.
El ladrón hizo lo que el ministro le ordenó.
C
uando terminó, el ministro se dirigió a los demandantes y les preguntó:
¿Habéis oído el sonido de las monedas en las manos del ladrón?
Todos dijeron que sí. El ministro siguió hablando:
—Estupendo. Pues ya está todo resuelto. Dense por pagados con el sonido del dinero. Y ordeno que, a partir de ahora, todo aquel que quiera olor pueda pagar haciendo sonar las monedas.
A partir de entonces todos los habitantes de Villaolorosa se quitaron las pinzas de la nariz y ya nadie más pudo exigir un pago por oler. Curiosamente los comerciantes empezaron a vender más porque, atraídos por los maravillosos olores que salían de sus comercios, la gente compraba mucho más.
Y, desde entonces, se hizo popular saludar con un “qué bien huele” y responder “pues mejor sabrá”.