Había una vez un tipo muy extraño que se dedicaba a recortar cuentos. Al principio, el recortador de cuentos se limitaba ir con unas tijeras y cortar páginas de diferentes libros de cuentos. Luego, unía todos los recortes para formar cuentos nuevos.
Al principio, el recortador de cuentos cometía sus atroces fechorías en las bibliotecas públicas. La policía no era capaz de dar con el recortador de cuentos, así que recomendó a las bibliotecas cerrar sus puertas. Pero cuando las bibliotecas cerraron sus puertas, el recortador empezó a actuar en las librerías. La policía hacía lo que podía, pero era capaz de dar con el malhechor.
Los libreros, atemorizados, decidieron sacar los cuentos de sus estantes y venderlos solo a través de Internet. La gente acogió aquella medida de buen grado, pues entendía la gravedad del asunto.
Al que le sentó muy mal todo aquello fue al recortador de cuentos. Pero enseguida encontró una solución: robar los envíos de las librerías.
Aun así no tuvo éxito, pues los libreros se habían adelantado y, para camuflar sus envíos, utilizaban cajas en las que parecía que se enviaban otros productos, para que el recortador de cuentos no los detectara. Incluso enviaban dentro de las cajas productos con un intenso aroma para que pareciera que realmente había otras cosas en las cajas.
Harto ya de todo aquello, el recortador de cuentos decidió comprar los cuentos, recortarlos, pegarlos de nuevo a su antojo, y enseñárselos al mundo.
Y así empezaron a aparecer obras del recortador de cuentos en los bancos de los parques, en las marquesinas de los autobuses, en las paradas de metro, en las salas de espera de los hospitales y de los centros de salud, e incluso los recibidores de los ayuntamientos y otros edificios oficiales.
Poco a poco, las librerías volvieron a llenar sus estantes con cuentos. Y, tímidamente, las bibliotecas volvieron a abrir sus puertas.
La policía estaba atenta, pero no volvió a producirse ningún problema. Lo que seguían apareciendo por doquier eran las obras del recortador de cuentos, que tenían un éxito tremendo entre la gente que encontraba alguna.
—¿Qué pasará el día que el recortador de cuentos decida volver a coger libros por su cuenta? —se preguntaba el capitán de policía.
Uno de los agentes tuvo una idea:
—Tal vez podríamos poner una caja en los lugares donde el recortador de cuentos deja sus obras, para que la gente le deje algo de dinero para que siga comprando libros.
A uno de los inspectores se le ocurrió algo más.
—La gente también podría dejar sus cuentos viejos, para que el recortador de cuentos los aproveche.
Y eso hicieron. Desde entonces, en todas las cajas en las que el recortador de cuentos halla dinero o libros, aparece un mensaje que dice: “Gracias por colaborar”.
Nadie supo jamás quién era el recortador de cuentos. Pero ahora que ya no daña a nadie, es todo un fenómeno. Y quien encuentra una de sus obras se siente muy dichoso y afortunado.