En lo alto de una inmensa montaña vivÃa un gran dragón. Era tan grande, y tan dragón, que se le conocÃa como El Gran Dragón.
No es que sea un nombre muy original, pero qué le vamos a hacer. A mà me dijeron que se llamaba asÃ. Yo lo hubiera llamado Dragón Maloshumos o algo asÃ, que le pegaba mucho más. ¿Sabes por qué?
Es muy sencillo: el Gran Dragón estaba siempre enfadado y del mal humor. Cuando se enfadaba, gritaba. Y cuando estaba malhumorado, también. Y cuando pasaba esto, un espeso humo negro empezaba a salir por sus grandes orificios nasales, justo antes de soltar la llamarada de fuego más letal que el mundo haya conocido jamás.
Lo vi con mis propios ojos, el primer dÃa que subà a visitarlo.
Y el segundo. Y el tercero también.
El cuarto dÃa me lo pensé mejor y decidà trazar un plan. Estaba claro que el Gran Dragón no querÃa visitas.
Pregunté en las aldeas cercanas. QuerÃa saber qué le pasaba al Gran Dragón. Necesitaba una de sus escamas para un hechizo importante—tal vez otro dÃa te cuente esa historia—, y no podÃa irme sin ella.
Tal vez podrÃa haberle robado la escama, pero ese no es mi estilo. Prefiero pedir las cosas primero. Siempre me ha funcionado bastante bien, aunque haya tenido que pagar por ello.
—Hace décadas que nadie consigue llegar hasta el dragón —me dijo una anciana—. Parece que no le gusta la compañÃa.
—¿Sabes por qué? —pregunté.
—Ni idea; solo sé que muchos han intentado llegar hasta él y que ninguno lo ha logrado —dijo la anciana.
—Pues yo tengo que llegar hasta él como sea —dije. Y me marché.
Saqué mi libro de hechizos de viaje. No salÃa nunca sin él, por si las moscas —o, como en este caso, los dragones—. Era un gran recurso, porque solÃa darme buenas ideas para solucionar problemas como el que tenÃa entonces.
Y di con una solución: crear una proyección astral de mà mismo para hablar con el dragón.
No era fácil, pero no tanto como para desechar la idea. Tras una larga preparación logré proyectarme hasta la cueva del dragón, en lo alto de aquella inmensa montaña.
El Gran Dragón se puso muy nervioso. Su fuego no llevó a atravesar mi proyección, pero se quedaba muy cerca.
No tardé mucho en darme cuenta de que, en realidad, el Gran Dragón no querÃa hacerme daño. Algo le ocurrÃa, y yo iba a descubrirlo.
—¡Tranquilo! ¡No quiero hacerte daño! —le dije—. Necesito pedirte un favor. Luego me iré.
—¡Vete! —rugió el Gran Dragón.
—Solo necesito una de tus escamas —dije—. A cambio te daré lo que quieras.
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€”Solo quiero que me dejes incubar mis huevos tranquilamente —rugió.
Acababa de descubrir el problema. El Gran Dragón estaba incubando sus huevos. Pero llevaba años asà y las crÃas no habÃan nacido. TenÃa que ayudarle. Asà que di una palmada mágica y surgió una idea.
—Te ayudaré —le dije—. Necesitas más calor. Aquà arriba hace mucho frÃo. Subiré unos troncos para encender una hoguera. Eso te ayudará a incubar tus huevos.
—Está bien, pero si intentas engañarme lo lamentarás —dijo El Gran Dragón.
La idea funcionó. Yo conseguà mi escama y El Gran Dragón sus dragoncitos.
No he vuelto por allÃ, pero sé de buena tinta que El Gran Dragón sigue soltando humo cuando aparece alguien por allÃ, aunque ya no suelta llamaradas tan fácilmente. Asà que, si alguna vez te acercas a él, o algún otro ser malhumorado, tal vez deberÃas hacerlo con cautela y con una sonrisa, ya que, al parecer, eso suele suavizar los malos humos de cualquiera.