Lorena cuidaba con mucho mimo su jardín. Preparaba con mucho cuidado la tierra, echaba el abono, la regaba lo justo para no inundarla y siempre elegía las flores y plantas más bonitas. Las compraba en el invernadero de una amiga suya, Rosa. De hecho, un día mientras tomaba una taza de té con limón como todas las tardes, Lorena se dio cuenta de que todas sus amigas tenían nombres de flores. Rosa la del invernadero, Hortensia la panadera, Margarita la peluquera, Azucena la maestra, Lis la bibliotecaria o Violeta la dueña de la tienda de ultramarinos.
Un día, al comienzo de la primavera, Lorena fue hasta la tienda de su amiga a comprar algo de tierra y un rastrillo nuevo porque el suyo se le había roto por culpa de unas raíces muy duras. Al volver a casa con sus compras notó algo raro nada más atravesar la puerta del jardín. La tierra estaba revuelta. Ella era muy cuidadosa con sus cosas, así que fue capaz de darse cuenta perfectamente de que algo había pasado.
Además de la tierra revuelta, notó que le faltaban dos regaderas y un saco de semillas de girasol que tenía listas para plantar. Pero lo más grave de todo fue que las peonías, que acababan de florecer hacía menos de dos días estaban muertas. Tristes y apagadas, estaban caídas por los lados de las macetas.
Lorena no entendía nada porque las regaba todos los días y les echaba el abono justo. También les echaba cada cierto tiempo un producto para que no apareciesen bichos. A pesar de todos esos cuidados, las peonias se habían secado y Lorena no entendía nada.
Lo primero que hizo fue llamar a su vecina por si había visto algo durante el tiempo que había estado fuera de casa. Le dijo que no sabía nada, que todo había estado normal.
Lo siguiente que hizo Lorena fue llamar a la policía porque estaba convencida de que alguien había entrado en su jardín a hacer daño a sus flores. Un agente de policía se presentó enseguida y tomó buena nota de todo lo que Lorena le decía.
Al llegar a comisaría y comprobar los datos en el ordenador, se dio cuenta de que no era la primera vez que pasaba algo así. Hacía unos meses la huerta de una señora del pueblo de al lado había aparecido arrasada. Los intrusos no habían dejado nada en pie. Lechugas, tomates, zanahorias, remolachas, fresas, patatas…. Todo seco.
En esa ocasión no había conseguido encontrar a los culpables. Pero en el caso del jardín de Lorena, con las peonias secas y las semillas desaparecidas, todo fue más fácil. Lo fue porque los ladrones se olvidaron en su huida de limpiar los cascos de pipas que había comido durante el robo. Con la saliva lograron identificarlos y encontrarlos. Pronto los detuvieron y, como castigo, el juez les obligó a cuidar de los jardines del pueblo durante todo el año siguiente.