Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de colinas y cielos estrellados, una niña llamada Teresa. Teresa era conocida por su curiosidad y su corazón sensible, pero también por tener dificultades para expresar lo que sentía. Cerca de su casa vivía su abuela Remigio, una mujer sabia y cariñosa, famosa por su hermoso jardín.
Un día, Teresa decidió visitar a su abuela. Al llegar, descubrió un rincón del jardín que nunca había visto antes. Era un lugar mágico, donde las flores brillaban con colores que parecían bailar y cambiar con el viento.
—Abuela, ¿qué tiene de especial este jardín? — preguntó Teresa, sus ojos llenos de asombro.
— Este, mi querida Teresa, es el Jardín de las Emociones. Cada flor aquí refleja los sentimientos de quien las cuida — explicó la abuela con una sonrisa.
Entre todas las flores, una llamó especialmente la atención de Teresa. Era Florencia, una flor hermosa que cambiaba de color de manera espectacular.
—Florencia se parece a ti, Teresa. Sus colores cambian con las emociones —comentó la abuela.
Teresa pasó días enteros en el jardín, hablando con Florencia. Se dio cuenta de que cuando se sentía feliz, Florencia brillaba con tonos de amarillo y naranja. Pero cuando estaba triste, la flor se teñía de azules y grises.
Un día en la escuela, Teresa tuvo una discusión con su mejor amigo. Al regresar al jardín, notó que todas las flores lucían marchitas y tristes, especialmente Florencia.
—¿Qué les pasa a las flores, abuela? —preguntó Teresa, preocupada.
—Las emociones, como las personas, necesitan ser cuidadas. Tu enojo y tristeza están afectando al jardín —explicó la abuela Remigio con dulzura.
Teresa comprendió que no solo debía cuidar las flores, sino también sus propias emociones. Con la ayuda de su abuela, aprendió a expresar lo que sentía de manera sana y constructiva. Poco a poco, el jardín volvió a florecer, más hermoso que nunca.
D
esde entonces, Teresa no solo se convirtió en una gran jardinera, sino también en una experta en entender y compartir sus emociones. Y cada vez que sentía algo, compartía ese sentimiento con Florencia, observando cómo los colores de la flor cambiaban, reflejando la belleza de un corazón sincero y cuidadoso.
El Jardín de las Emociones se convirtió en un lugar de aprendizaje y crecimiento, no solo para Teresa, sino para todos los que visitaban y aprendían a entender el lenguaje de las flores y de sus propios corazones.
Y así, en medio de pétalos y colores, Teresa y su abuela enseñaron al pueblo la importancia de cuidar no solo de las plantas, sino también de las emociones que llevamos dentro.