Había una vez un leopardo sin color. Era gris y blanco en vez de tener un pelaje dorado como el resto de sus compañeros y familia. No obstante, esta falta de color le había hecho tan conocido en la comarca, que los mejores veterinarios y biólogos del mundo querían viajar hasta allí para conocerle. Querían investigar hasta dar con una pócima que le devolviese el color. Hasta el momento, ninguno lo había conseguido porque todos los colores resbalaban sobre la piel del leopardo. Lo que no sabían es que la falta de color era en realidad símbolo de tristeza, que el hecho de vivir en cautividad, expuesto a los ojos de los visitantes del zoo en el que estaba, había ido poco a poco borrando sus colores.
Un día llegó a la comarca un investigador muy prestigioso, pero algo loco. Lo hacía todo con prisas y se le rompían las cosas cada dos por tres. Al llegar a la jaula del leopardo, el doctor chiflado empezó a decirle muy bajito, cerca de la oreja, que él le devolvería el color. Se puso a preparar una poción hecha con hierbas del bosque y se la dio a beber al leopardo. Al momento, el animal comenzó a tomar colores y tonos vivos. Lo que la gente no había es que en realidad esa poción no tenía ningún efecto, era solo una maniobra para distraerles y ocultar sus verdaderas intenciones.
Sin embargo, todos quisieron saber cuál era el secreto. Lo que había hecho para logr
ar que el leopardo dejase de ser gris. No hubo más secreto que prometer al animal que le devolvería la libertad y, por supuesto, cumplir su palabra. Viendo la tristeza que causaba al leopardo su encierro, era lógico que la idea de ser libre le devolviese la ilusión y la sonrisa. Al final, tras largas negociaciones, los responsables del zoo donde vivía finalmente accedieron a llevarlo a la selva y liberarlo. Allí, nunca más volvió a perder su color.