Charlie estaba pasando el verano en el pueblo, con sus tíos. En el pueblo, Charlie tenía muchos amigos, a los que solo veía en esa época del año. Se pasaban el día jugando en el río, montando en bicicleta e investigando en el pequeño bosque.
Un día, Charlie animó a sus amigos a adentrarse un poco más en el bosque. Pero a los más pequeños les daba un poco de miedo. Charlie ya había pensado en ello, y por eso iba preparado.
—Tranquilos, tengo un plan —dijo. Abrió su mochila y sacó dos grandes aparatos.
—Haremos dos equipos —explicó Charlie—. Uno vendrá conmigo al bosque y otro se quedará aquí vigilando, por si acaso. Cada equipo llevará uno de estos aparatos. Son walkie-talkies. Se utilizan para comunicarse.
—Ya tenemos los móviles —dijo Andrés, uno de los pequeños.
—Pero esto mola mucha más, chaval —dijo Charlie—. Para empezar, no se quedan sin cobertura, porque funcionan por radio.
Ninguno de los niños habían visto nunca los walkie-talkies, y les parecieron geniales. Charlie les explicó cómo funcionaban e hicieron los grupos.
—Vamos, es hora de inspeccionar la zona —dijo Charlie. Y él y otros cuatro amigos más avanzaron.
No habían caminado ni diez minutos cuando descubrieron una casa en un árbol.
—Silencio, a ver si oímos algo —dijo Charlie.
Todos se callaron y se agazaparon tras unos arbustos. Entonces, empezaron a oír unos gemidos y unos golpes muy sospechosos. Pero, por si eso fuera poco, escucharon a alguien pedir auxilio.
—¡Hay que subir ahí! ¡Alguien corre peligro! —exclamó Charlie.
—Pero puede ser peligroso —dijo otro de los chicos—. Habrá que pedir ayuda. Usa el walkie-talkie.
—Sí, claro —dijo Charlie.
Se alejaron un poco y, sin perder de vista la casita del árbol, se comunicó con sus compañeros.
En menos de un cuarto de hora un grupo de adultos habían llegado al bosque y se estaban comunicando con el grupo de exploradores para localizarlos. Estos nos se habían movido de su sitio por si acaso pasaba algo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó el padre de Lucas, que era militar.
—Ahí arriba —dijo Charlie, señalando la casita del árbol.
—Está bien, esperad aquí —dijo el padre de Lucas—. Yo subiré a ver qué pasa.
El padre de Lucas subió por el árbol sigilosamente, asomó la cabeza sin hacer ruido y enseguida bajó.
—Creo que esta es una misión para un niño valiente —dijo el padre de Lucas—. Me temo que si intervengo yo la cosa empeore.
Charlie se ofreció voluntario y subió por el árbol, como había hecho el padre de Lucas. Y cuando asomó la cabeza se quedó sorprendido. Pero no dijo nada y volvió a bajar.
—¿Qué pasa? —preguntaron los demás niños.
—Tranquilos, no pasa nada —dijo Charlie—. Será mejor que llamemos desde aquí para que nos oigan.
Charlie se puso en posición y gritó:
—¡Hola! Necesitamos ayuda. Nos hemos perdido. Buscamos un refugio seguro. ¡Hola!
Pronto un niño se asomó por una de las ventanitas de la casita del árbol.
—¡Mi equipo y yo os salvaremos! —gritó el muchacho—. ¡Vamos, amigos, tenemos trabajo que hacer!
En pocos segundos había bajado de la casita del árbol un niño vestido de forma extravagante, con una especie de avión a la cintura en la que había varios muñecos y peluches.
—Aquí llega el Comando Peluchete, listo para ayudar —dijo el niño—. Acabamos de rescatar a parte del equipo y estamos listos para nuestra siguiente misión.
Y así, como el que no quiere la cosa, todos los niños y los adultos le siguieron el juego al niño del árbol. Desde entonces el Comando Peluchete tiene nuevos miembros y la misteriosa casita del árbol es su cuartel general.