Había una vez un colegio en el que daba clase un profesor que tenía una oreja verde. Ningún niño quería que aquel profesor tan extraño le diera clase. La idea de que fuera un extraterrestre, un mutante o algo peor asustaba a todos.
El profesor de la oreja verde era el tutor de la clase de Ernesto. Era una clase muy movida, en la que los niños y las niñas se portaban bastante mal. Eso había sido así hasta ahora. Porque desde que el profesor de la oreja verde les da clase no se oye un ruido, todos llevan los deberes al día y estudian con ahínco para sacar la mejor nota posible.
-¿Por qué crees que el profe tiene la oreja verde, Raúl? -le preguntó Ernesto a su mejor amigo.
-No lo sé, pero da mucho miedo -dijo Raúl.
-Deberíamos investigarlo -dijo Ernesto-. Podría estar hechizándonos o manipulando nuestras mentes, ¿no crees?
-Podría ser -dijo Raúl-. Y solo le vemos la oreja. ¿Tendrá más zonas verdes? Porque viene siempre tan tapado que es toda una suerte verle la cara y las manos.
Ernesto y Raúl decidieron espiar al profesor de la oreja verde. Le siguieron hasta su casa y le esperaron para ver a dónde iba. Y así acabaron en la piscina climatizada.
-Perfecto, ya sabemos qué hacer para verle mejor -dijo Raúl.
Al día siguiente se presentaron en la piscina, listos para nada un poco. Y allí estaba el profesor. Pero no era verde. Solo la oreja era de ese color.
-Al menos podremos comprobar si se la pinta -dijo Ernesto-. Si es así, el color se irá con el agua.
Pero ni el agua ni con la ducha. La oreja seguía verde.
Al salir de la piscina, el profesor se acercó a ellos.
-Hola, chicos. ¡Qué casualidad! No sabía que veníais aquí.
-Sí, bueno, esto, es que… empezó a decir Raúl. Pero Ernesto lo interrumpió.
-Le hemos seguido para comprobar si solo tenía la oreja verde o si la mutación afectaba a más partes de su cuerpo -dijo Ernesto.
Tras unos segundos de incómodo silencio, el profesor estalló en una gran carcajada.
-No, chicos, no soy un mutante -dijo-. Esto que veis es el resultado de la enorme tontería de un adolescente rebelde que decidió tatuarse la oreja para darle un disgusto a sus padres.
-¿En serio? -preguntaron los chicos.
-Sí, muchachos -dijo el profesor-. Mis padres se llevaron un buen disgusto.
-¿Por el tatuaje? -preguntó Raúl.
-
No, eso es lo de menos -dijo el profesor-. Mucha gente se hace tatuajes y no pasa nada. Fue por las formas. Podría haber elegido un tatuaje bonito en un sitio mejor. Pero elegí la oreja. Y encima fui a un sitio que no cumplía con las normas higiénicas necesarias. Pero entonces no sabía nada de eso. Pero era barato y yo tenía poco dinero.
-¿Qué pasó?
-Que me lo hicieron mal, se me infectó y tuve un problema tremendo que casi me cuesta la vida. Ya veis, la tontería me salió cara. Y encima mucha gente me mira raro desde entonces.
-Ahora que lo sabemos ha no le miraremos tan mal, profe -dijo Ernesto-. Se lo explicaremos a todo el mundo.
-No es necesario chicos -dijo el profesor-. Mejor guardadme el secreto. En el fondo me divierte.
-Y tiene a la clase a raya -dijo Raúl.
-¡Ja ja ja! - rió el profesor-. Sí, eso sí que es cierto.