En la cocina de Doña Pepita estaba todo listo para dar de comer a los ciento treinta cinco niños que esperaban hambrientos a que se abrieran las puertas del comedor escolar.
-Tenemos la sopa caliente, el guiso en su punto y los postres a la espera -dijo Doña Pepita al personal-. ¡Podéis abrir las puertas!
Con orden y a paso ligero, todos los niños se colocaron en la fila para coger una bandeja e ir a por la comida.
-¡Qué bien huele hoy el comedor! -decían los niños.
-Podéis pasar a por el postre cuando traigáis la bandeja vacía -decía Doña Pepita una y otra vez a los niños.
Miguelito fue el primero en acabar, como siempre. Cogió su bandeja y se puso de nuevo en la fila para mostrarle a Doña Pepita que se lo había comido todo.
-Muy bien Miguelito -dijo Doña Pepita.
-Qué bueno estaba todo, Doña Pepita -le dijo Miguel-. Me tiene que dar la receta para mi madre. ¿Cuál es su secreto? Me encanta el punto que le da a la carne.
-Ay, Miguelito, qué zalamero eres. Ahora te traigo el postre -dijo Doña Pepita.
Pero cuando se dio la vuelta vio que todos los postres habían desaparecido.
-¿Dónde están las natillas? -gritó Doña Manolita-. ¡Los cuencos están vacíos!
Las buscaron y requetebuscaron, pero las natillas no aparecieron por ningún lado. Los niños se quedaron muy tristes, porque las natillas eran la especialidad de Doña Pepita, pero como habían comido muy bien no se quedaron con hambre.
-Os prometo que mañana volveré a hacer natillas para todos -dijo Doña Pepita. Todos los niños respondieron con un aplauso.
Pero al día siguiente, a la hora del postre, cuando Miguelito fue a hablar con Doña Pepita sobre lo bueno que estaba todo y a por el postre, las natillas volvieron a desaparecer. Y, por mucho que las buscaron, de las natillas no había quedado ni rastro.
-Pero, ¿qué pasa aquí? -dijo Doña Pepita.
Al día siguiente Doña Pepita volvió a hacer natillas, pero esta vez no las sirvió en cuencos individuales, sino que las dejó en unas ollas enormes guardadas en la nevera bajo llave. Pero las natillas volvieron a desaparecer.
Al día siguiente Doña Pepita decidió montar guardia. Volvió a colocar las natillas como siempre, en sus cuencos individuales. Alrededor colocó un sedal apenas visible alrededor de la mesa con unos cascabeles bien disimulados para atrapar a los ladrones.
Estaba sirviendo ya la última bandeja cuando Miguelito llegó a por su postre. En ese momento se desencadenó un concierto de cascabeles. Doña Pepita se dio la vuelta y los pilló.
-¡Vosotros! ¡Ladrones de postres! Y tú, Miguelito, los has visto todos los días robar las natillas, ¿a qué sí?
Miguelito asintió con la cabeza, sin saber qué hacer.
-¿Por qué lo habéis hecho? ¿Para que hiciera natillas todos los días? -preguntó Doña Pepita.
-No, Doña Pepita -dijo Miguelito-. Nos hemos puesto de acuerdo todos para coger las natillas y dárselas a unos indigentes que acampan detrás del colegio. Ellos vacían los cuencos en unos perolos enormes que encontramos mientras yo la entretengo y luego se las llevamos al salir.
-Es un gesto muy noble por vuestra parte querer compartir con los necesitados vuestra comida, pero no es necesario robar para ello -dijo Doña Pepita-. A partir de mañana prepararé un poco más de comida para que se la llevéis a vuestros amigos. ¡No van alimentarse solo de natillas!
-Vendremos más temprano y la ayudaremos, Doña Pepita -dijeron los niños.
-¿Todos los días? -preguntó Doña Pepita.
-¡Todos los días! -dijeron los niños.
-Me parece una idea excelente.
Al día siguiente, por fin, todos los niños pudieron comer natillas de postre. Al terminar, fueron a llevar a sus amigos indigentes la comida que Doña Pepita les había preparado.
Y fueron felices y comieron….
….de forma variada: pasta, legumbres, verduras, carne, pescado, fruta, yogures y algún postre especial, de vez en cuando, como las deliciosas natillas de Doña Pepita.