Había una vez un hada llamada Rumilda que adoraba comer. Así que se pasaba el día en el bosque buscando algo para llevarse a la boca: castañas, nueces, almendras, manzanas o, su manjar favorito, miel.
Las amigas de Rumilda la iban a buscar todos los días para jugar. Pero Rumilda les decía que quería ir a pasear por el bosque. Como siempre contestaba lo mismo, al final las demás hadas dejaron de ir a buscar a su amiga.
Nadia sabía lo que Rumilda hacía en el bosque ella sola. Y como apenas la veían, tampoco se dieron cuenta de lo que estaba pasando.
Llegó el día de la fiesta de la aldea. Las hadas mayores habían preparado deliciosos manjares para celebrar la fiesta.
Al mediodía todas las hadas se congregaron en el centro de la aldea para compartir el festín. Pero cuando llegó Rumilda se hizo el más absoluto de los silencios.
—¿Qué te ha pasado, Rumilda? —preguntó una de las hadas mayores—. ¿Te encuentra bien?
Rumilda no contestó. Pero todas las demás hadas estaban aterradas, porque su amiga parecía un globo a punto de explotar. Tenía la cara colorada y caminaba con mucha dificultad.
—Debo haber comido algo que me ha sentado mal —dijo Rumilda.
—¿Dónde? —preguntaron todas las demás hadas a la vez.
—En el bosque, supongo —dijo Rumilda.
—Rápido, hay que buscar un antídoto —dijo una de las hadas mayores—. Esto tiene toda la pinta de ser una pócima maligna.
Todas las hadas exploraron el bosque en busca de lo que podría haber causado el problema de Rumilda.
—Dinos, ¿qué has comido? —le preguntaron—. Tienes que decirnos exactamente dónde has estado
Rumilda les mostró su ruta habitual y les fue diciendo qué había comido en cada lugar. Después de un rato, una de las hadas le preguntó:
—¿Esto es lo que has hecho en las últimas semanas?
Rumilda se sonrojó un poco y contestó:
—No, esto es lo que hice ayer.
—¿Cada cuánto tiempo lo haces? —preguntaron.
—Todos los días —respondió Rumilda.
—Creo que ya sé cuál es el antídoto —dijo una de las hadas mayores—. Pero tendrás que quedarte en casa y solo salir cuando yo te lo diga.
Rumilda aceptó y, entre todas las hadas, se organizaron para cuidar de su amiga.
Durante varias semanas Rumilda estuvo tomando las pociones mágicas que le llevaban las hadas mayores, que no eran otra cosa que zumos de frutas y cremas y sopas de verduras.
A
demás, cada día la acompañaban a dar un paseo por un sendero que llevaba al río, donde nadaban en sus aguas purificadoras durante buena parte de la mañana, o subían a lo alto de una colina en la que se respiraba un aire reparador que no había en ninguna otra parte.
Así, después de unas cuantas semanas, Rumilda volvió a ser la misma de siempre.
—El antídoto ha funcionado —dijo Rumilda.
—Llevar una vida saludable siempre funciona, Rumilda, no hay ningún secreto —dijo una de las hadas mayores.
Entre todas las hadas le explicaron a Rumidla que tenía que tener cuidado con lo que comía, porque comer en exceso y sin control puede hacer que te sientas muy mal.
Desde entonces Rumilda tiene más cuidado con lo que comer y, aunque le gusta mucho todo lo que encuentra en el bosque, lo toma con moderación para poder disfrutarlo sin ponerse enferma.