El mono Monolo vivía en un parque, junto con otros animales. Todos los habitantes de aquel parque vivían en libertad, pero estaban tan a gusto que de allí no se marchaba nadie. Tenían comida, compañía y un montón de niños con los que jugar.
Una de las cosas que más le gustaba hacer al mono Monolo era bañarse en el estanque con los patos. Era muy divertido. Monolo no estaba seguro de que a los patos les gustase que él se diera un chapuzón con ellos, pero lo hacía de todas formas.
—Si les molestara, me atacarían con sus picos, ¿no? —pensaba el mono Monolo.
Un día, mientras se daba su habitual chapuzón, el mono Monolo vio un montón de cositas blancas flotando en el agua.
—¿Qué será todo eso? —pensó el mono Monolo—. ¿Será nieve? No, porque se hubiera derretido.
El mono Monolo se acercó y observó aquellas cosas que se iban hinchando poco a poco. Después de un rato, aquello empezó a bajar al fondo del estanque.
Y así, día tras día, el mono Monolo veía muchas de aquellas cosas blanquecinas iban depositándose en el fondo. Monolo también observó que los patos tenía cada vez peor pinta, y que muchos peces parecían enfermos. Aunque lo peor de todo era el olor del estanque, que cada vez era peor.
—¿Tendrá esto que ver con las cosas blancas que bajan al fondo del estante? —se preguntó Monolo—. Voy a bajar, a ver qué pasa.
El mono Monolo se zambulló en el estanque y lo que se encontró le hizo subir a la velocidad de un torpedo.
—¡Qué asco! —pensó el mono Monolo.
Las cosas blancas que flotaban y bajaban al fondo del estanque se había podrido y aquello era asqueroso.
Entonces, el mono Monolo observó que había gente en la orilla tirando cosas blancas a los patos. Algunas se las comían, otras flotaban. Y luego se hundían, como ya había descubierto Monolo.
El mono Monolo se acercó. La gente empezó a tirarle las cosas blancas a él.
—¡Migas pan! ¡Qué ricas! —pensó el mono Monolo—. ¡Y palomitas de maíz! ¡Qué buenas!
E
ntonces, el mono Monolo se dio cuenta de que eso era lo que estaba estropeado el estanque.
Y desde entonces, el mono Monolo se dedicó a espantar a toda la gente que se las tiraba a los patos. Les hacía gestos para que parasen, o cogían las migas de pan y las palomitas y se las devolvía, lanzándolas con agua y todo. A más de uno le dio un buen chapuzón.
Desde entonces, la gente deja las migas de pan y las palomitas en la orilla, para que el mono Monolo no se enfade. Y los patos le reciben con alegres graznidos y aleteos juguetones.
Y como ya nunca más volvieron a ver migas de pan ni palomitas de maíz flotando en el estanque, poco a poco el agua del estanque se fue recuperando y ahora todos sus habitantes viven felices.