Había una vez un rey que tenía muy mal humor y, por eso, se enfadaba con mucha frecuencia. Todo el mundo conocía el mal carácter del rey. Por eso, cuando este se enfadaba, todos intentaban desaparecer. Porque el rey, cuando se ponía de mal humor, tiraba cosas al suelo y gritaba como un loco insultando y ofendiendo al que tuviera delante.
Así, poco a poco, el rey se fue quedando solo, pues nadie quería estar con él. Y los que debían hacerlo, pues estaban a su servicio, no hablaban y procuraban hacer su trabajo lo más rápido posible para irse.
Un día apareció por el castillo un humilde mercader que solicitó hablar con el rey, pues tenía algo importante que ofrecerle. El rey no recibía nunca a mercaderes, pero se sentía tan solo que accedió. Al menos podría descargar con alguien su mal humor ese día, pensó.
En cuanto el mercader cruzó el umbral de la puerta, el rey empezó a insultarle y a decirle groserías. El mercader, sin inmutarse, le dijo:
-Tengo el remedio para tu soledad -le dijo. Y acto seguido hizo crecer un muro de madera. Junto a él apareció un martillo y un cuenco con clavos.
-Tú no eres un mercader -le dijo el rey.
-No, soy un poderoso brujo y vengo a ayudarte -dijo.
-Yo no necesito ayuda -dio el rey.
-Sí, la necesitas -dijo el brujo-. Por eso, cada vez que grites, que ofendas a alguien o que lances cosas, presa de la ira, brotará en tu mano una moneda. La moneda te quemará en la mano hasta que la claves en ese muro de madera.
Durante los primeros días al rey no cesaban de brotarle monedas ardientes en la mano. Pero poco a poco el número de monedas que tenía que clavar al día fue descendiendo, hasta que ya apenas le brotaban una o dos. Fue entonces cuando el brujo regresó.
-Ahora que sabes controlar tu ira -le dijo- podrás desclavar una moneda cada vez que descubras que has sido capaz de controlar tu enojo y las meterás en ese caldero.
El rey así lo hizo. Cuando acabó de quitar las monedas del muro el caldero estaba a rebosar de monedas de oro. Nunca antes el rey se había dado cuenta del valor de esas monedas.
Entonces el brujo regresó y le dijo:
-Has aprendido mucho, mi rey.
-Y me he hecho muy rico con ello -dijo el rey.
-
Sin duda -dijo el brujo-. Pero no son esas monedas lo que te han hecho rico, sino la gente que has recuperado a tu lado. Sin embargo, hay algo que no recuperarás jamás. Mira el muro. ¿Qué ves?
-Muchos agujeros -dijo el rey.
-Esos agujeros son las marcas que han dejado tus gritos, tus insultos y tus actos violentos -dijo el brujo-. Esos agujeros seguirán ahí para siempre. Incluso aunque los tapases, nunca quedarían arreglados del todo. Puedes obtener el perdón y la redención, pero el daño no desaparece jamás. Deja el muro ahí para recordarlo.
Y así fue como el rey aprendió a controlar su mal genio y a pensar en el daño que causaba a los demás cuando se dejaba llevar por su mal humor. Desde entonces, todos los días cuelga una flor en el muro,, para recordar sus buenas intenciones.