Había una vez un niño llamado Rubén al que le gustaba mucho dibujar. A Rubén le gustaba tanto dibujar que se pasaba el día haciendo bocetos y dibujos, garabateando historias y dándole color a todo lo que se encontraba.
El problema es que, en vez de estudiar o hacer los deberes, Rubén cogía sus lápices y sus pinturas y se dedicaba a pintar y a dibujar. Como resultado, sus notas eran muy malas.
Sus padres y sus maestros habían intentado de todo para que Rubén prestara atención a los estudios. Pero no había manera. A Rubén solo le interesaba dibujar y colorear.
—No nos queda otra alternativa —dijeron sus padres—. A partir de ahora quedan confiscados todos tus cuadernos, blocs y cualquier cosa en la que puedas pintar.
Rubén se puso muy triste, pero encontró una solución. Como no tenía blocs ni cuadernos de dibujo, ni tampoco papel para dibujar, el niño utilizaba los libros de texto y los cuadernos de clase.
Cuando los adultos se dieron cuenta decidieron quitarle todos los lápices, las pinturas, los rotuladores y cualquier otra cosa que le sirviera para dibujar. Solo le dejaban lo justo para hacer los deberes en casa y las tareas en el colegio. Y bajo estricta vigilancia.
Pero Rubén necesitaba dibujar. Para él el dibujo era tan necesario como el comer o el respirar. Así que se las ingenió para pintar a escondidas.
Lo primero que necesitaba era conseguir algo con lo que pintar. Así que, en secreto, fue recopilando los lápices pequeñitos que desechaban sus compañeros, las tizas minúsculas que ya no utilizaban los profesores, rotuladores que otros niños no querían porque pintaban poco y cualquier otra cosa con la que pudiera pintar.
Con todo ese arsenal en una bolsa al fondo de su mochila, Rubén se escondía en el baño en los recreos y allí se ponía a pintar.
Y por las tardes se apresuraba a hacer los deberes para poder salir a jugar. Y, en secreto, Rubén pintaba en las paredes, en los contenedores y en cualquier parte que hubiera una superficie en la que poder hacer un dibujo.
Algunos compañeros y amigos de Rubén descubrieron su secreto. Pero en vez de delatarlo, se las ingeniaban para conseguirle material para pintar. Algunos incluso le cubrían para que no le pillaran.
A
l cabo de una semana se corrió la voz de que la ciudad estaba llena de dibujos de un gran artista anónimo. De todo el país acudieron periodistas y blogueros a cubrir la noticia y a hablar sobre aquel fenómeno.
—Rubén, ¿tú sabes algo de ese artista callejero que se está haciendo tan popular? —le preguntó su madre un día a la hora de comer.
—¿Por qué iba yo a saber algo? —dijo Rubén.
Los padres de Rubén no tardaron en descubrir que su hijo era el famoso artista. Pero no quisieron descubrirlo. En su lugar, colaboraban en la donación de materiales, de forma anónima.
Al fin y al cabo, Rubén había subido mucho sus notas y aquello le permitía expresar toda su creatividad. Y se le veía tan feliz, con su pequeño secreto…