Había una vez una princesa que vivía en su palacio, de donde no salía nunca. La princesa no quería ver a nadie porque decía que todo el mundo era muy desagradable. Pero la verdad es que nadie quería ver a la princesa porque era muy arisca.
Cuando la princesa alcanzó edad casadera sus padres decidieron buscarle un príncipe para que se casara. Pero ningún príncipe quería saber nada de la princesa, pues se había ganado la fama de ser muy antipática.
El tiempo pasaba sin que ningún príncipe pidiera a los reyes la mano de la princesa. Era necesario hacer algo, así que los reyes decidieron dejar que los nobles cortejaran a la princesa. Pero ningún conde, duque o marqués quería como esposa a una chica con tan poca gracia y alegría.
Un día llegó al palacio un mago, feo como él solo, que aseguraba tener la cura para la hostilidad de la princesa.
-Traigo la cura que necesita la princesa -dijo el mago.
-Si conseguís que la princesa deje de ser tan áspera y gruñona te daremos lo que pidas -dijo el rey.
El mago llamó a la puerta de los aposentos de la princesa. Ella abrió y, al ver a aquel tipo tan feo, dio un salto hacia atrás.
-¡Vete! -gritó la princesa-. No sé qué quieres, pero me da lo mismo. Eres tan feo que hasta un ornitorrinco parece hermoso a tu lado.
-A pesar de que tu comparación con ese mamífero con boca de pato es un poco desagradable voy a darte lo que traigo para ti -dijo el mago.
-¿Me traes un regalo? -preguntó la princesa.
-Sí, traigo algo que solucionará tus problemas -dijo el mago.
-Si es por el casamiento, olvídalo -dijo la princesa-. No tengo ningún interés. Estoy harta de que todo el mundo elija por mí. A las chicas nos importan muchas otras cosas, ¿sabes?
-¿Qué te interesa a ti? -preguntó el mago.
La princesa, por primera vez en su vida, sintió que había alguien que tenía interés en escucharla, así que le contó al mago todos sus sueños, todos sus anhelos y todas sus penas.
-Si de verdad quieres todo eso, cierra los ojos -dijo el mago-. Te echaré un conjuro. Podrás abrir los ojos cuando haga efecto.
Sin preguntar nada, la princesa cerró los ojos. Entonces, el mago le dio un abrazo. Pero no un abrazo cualquiera, sino uno de esos achuchones de los que no quieres salir en mil años.
La princesa se sorprendió tanto con esa nueva experiencia que se quedó quieta, sin abrir los ojos. Sin darse cuenta, ella también le echó los brazos al mago. Y allí se quedaron abrazados durante horas.
-¿Cómo te sientes? -preguntó el mago, sin dejar de abrazar a la princesa.
-Me siento libre, ligera como una pluma, fuerte como un león -respondió ella.
-Entonces estás lista -dijo el mago.
-Estoy tan a gusto que no me quiero mover de aquí -dijo la princesa.
El mago le dijo esto al oído:
-
Siempre que te sientas enfadada o malhumorada busca un abrazo. No esperes a que te lo den. Ofrécelo tú. Te sentirás bien y harás al otro feliz.
La princesa se soltó y le dio las gracias. Se secó la lagrimilla que le había brotado de un ojo y bajó corriendo a ver a sus padres, a los que dio un abrazo achuchado bien fuerte.
-¡Estás curada! -dijo el rey-. Mago, ¿qué quieres a cambio? Has estado muchas horas con la princesa. Te habrá costado mucho hacer tus conjuros.
-Escuchadla. Tiene mucho que decir. Eso es lo único que pido a cambio -dijo el mago, mientras se marchaba hacia su casa.
La princesa le contó a sus padres lo mismo que le había contado al mago. Desde entonces, la princesa habla con sus padres de todo lo que le preocupa y les abraza siempre que siente miedo o algo la pone de mal humor. Y cuando se enfada mucho, sus padres le dan un achuchón bien grande, achuchón que ella recibe con cariño. Porque un buen abrazo lo arregla todo.