En un soleado sábado por la mañana, Alexis, Miranda y Kaleb salieron a jugar al Parque de los Descubrimientos. Llevaban consigo una pelota, una cometa y muchos globos de colores. El parque estaba lleno de risas y el cielo, despejado, era perfecto para sus aventuras.
Mientras jugaban, Alexis pateó la pelota tan fuerte que voló alto en el aire antes de caer al suelo.
—¡Qué extraño! ¿Por qué todo lo que sube tiene que bajar? —se preguntó en voz alta.
Miranda, que observaba la cometa bailando en el viento, se sumó a su curiosidad.
—Es verdad, incluso los globos, si los sueltas, caen eventualmente —dijo.
Kaleb, que jugaba a lanzar hojas al aire, se unió a ellos.
—¡Mirad! Las hojas también caen —exclamó con entusiasmo.
Los tres niños se detuvieron un momento, pensativos. Estaban rodeados de un misterio que querían resolver.
Fue entonces cuando se encontraron con el señor Galileo Galipérez, un anciano amable y sabio que solía pasar las tardes en el parque leyendo libros de ciencia.
—¿Qué os preocupa, jóvenes exploradores? —preguntó con una sonrisa.
Los niños le explicaron su observación y sus preguntas sobre por qué todo caía al suelo. El señor Galileo Galipérez, encantado con su curiosidad, se sentó con ellos y comenzó a explicar.
—Lo que observáis se llama gravedad. Es una fuerza invisible que atrae los objetos hacia el centro de la Tierra.
Alexis, Miranda y Kaleb escuchaban atentamente.
—¿Incluso las cosas muy pequeñas, como las gotas de lluvia? —preguntó Miranda.
—Sí, todo —confirmó el señor Galileo Galipérez—. La gravedad es lo que nos mantiene en el suelo y hace que las cosas caigan.
Para demostrarlo, el señor Galileo Galipérez les mostró cómo una manzana cae siempre verticalmente al suelo y cómo la cometa necesita resistir esa fuerza para volar. Los niños hicieron varios experimentos, lanzando diferentes objetos y observando cómo la gravedad los afectaba.
A medida que el día llegaba a su fin, los niños se sentían emocionados con su nuevo descubrimiento. El parque se había convertido en un laboratorio de ciencias al aire libre y ellos, en pequeños científicos.
—Ahora veo el mundo de manera diferente —dijo Alexis, mirando cómo la pelota rodaba por el suelo.
M
iranda asintió.
—La gravedad está en todas partes, aunque no la podamos ver.
Y Kaleb, feliz con el día, añadió:
—¡Es como magia, pero real!
El señor Galileo Galipérez se despidió de ellos con una sonrisa, contento de haber encendido una chispa de conocimiento en esas jóvenes mentes. Mientras los niños se iban del parque, miraron hacia atrás, sabiendo que aquel lugar sería siempre recordado como el sitio donde descubrieron el maravilloso y misterioso mundo de la gravedad.
Y así, con el cielo teñido de tonos anaranjados y rosados del atardecer, Alexis, Miranda y Kaleb regresaron a casa, llenos de historias para contar y con una nueva visión del mundo que los rodeaba. La gravedad, esa fuerza invisible, se había convertido en un amigo más en sus juegos y descubrimientos.