Había una vez un muchacho que no tenía trabajo. Como no encontraba nadie que le diera un empleo, el chico decidió buscarse la vida.
—A ver, a ver, qué puedo hacer —dijo el muchacho, mientras iba y venía.
—¡Lo tengo! —exclamó—. Iré al bosque y con lo que encuentre fabricaré collares.
El muchacho cogió una gran cesta y se fue al bosque. Allí encontró muchos materiales que le servirían para su propósito. Con lo que encontró fabricó cuentas. Luego ensartó las cuentas en un grueso hilo que fabricó él mismo con lo que tenía en casa. Cuando ya tenía una buena cantidad de collares los colocó en su cesto y se fue a venderlos.
El muchacho fue de pueblo en pueblo vendiendo sus collares. Y tuvo mucho éxito, porque el chico era muy mañoso y los había fabricado con mucho gusto.
La fama de los collares de aquel chico llegó a oídos del emperador. Este le hizo llamar, pues quería ver él mismo aquellos collares y comprar algunos.
Cuando el muchacho se enteró se puso muy contento. En cuanto terminó de hacer una partida de collares se puso en marcha.
Después de caminar muchas horas, el muchacho se sentó bajo un árbol a descansar. Estaba tan cansado que se quedó dormido.
Pero cuando se despertó descubrió que solo quedaba un collar en el cesto.
—¿Quién se ha llevado mis collares? —preguntó el muchacho.
Entonces el chico escuchó unos ruidos muy extraños, unos gruñidos extraños mezclados con el sonido de las hojas movidas por el aire y… ¡El tintineo de unas cuentas de collar!
El chico buscó el origen de aquel sonido, pero no lo encontraba. Fue entonces cuando se le ocurrió mirar hacia arriba.
—¡Eh, vosotros! —gritó el chico—. Devolvedme mis collares.
Unos monos jugueteaban divertidos en el árbol bajo el que el muchacho había descansado.
—Bajad y devolvedme los collares —decía el chico. Pero por toda respuesta los monos gritaban y agitaban las manos.
El chico se llevó la mano a la cabeza, desesperado. Los monos hicieron lo mismo. Eso le dio una idea al chico. Este cogió un collar y se lo puso. Los monos los miraron expectantes.
El chico empezó a agitar el collar. Los monos hicieron lo mismo.
—¿Con que esas tenemos, eh? —dijo el chico, mientras se quitaba el collar suavemente.
Cuando el chico vio que los monos hicieron lo mismo lo tuvo claro. Empezó a jugar con el collar, a cambiarlo de mano y se lo ponía y se lo quitaba. Los monos estaban felices.
E
ntonces, el chico se sentó y lanzó el collar dentro del cesto. Los monos también lanzaron los collares, pero la mayoría no llegó al cesto. Así que el chico recogió su collar y, cuando todos los monos tenían el suyo, volvió a lanzarlo dentro del cesto. Esta vez entraron todos.
—Gracias, amigos —dijo el muchacho—. Ha sido un placer.
Y se marchó. Los monos lo siguieron hasta el palacio del emperador. Cuando este lo vio llegar con aquella compañía, le preguntó.
El muchacho le contó la historia mientras le mostraba los collares. El emperador estaba fascinado, tanto con los collares como con la historia.
—Me gustaría ofrecerte trabajo en el palacio, muchacho —dijo el emperador.
El muchacho aceptó y, desde entonces, se dedica a hacer collares y otros adornos para el emperador y a entrenar a aquellos monos que hacen las delicias de todos con sus divertidas actuaciones.