Ígor era un joven mercader que recorría el reino con su carro cargado de espejos. Pero no eran unos espejos cualquiera. Eran los mejores espejos del mundo, porque en ellos todas las personas que se miraban se veían bellas
—¿Cómo funcionan tus espejos? ¿Cuál es el secreto? ¿Son mágicos tus espejos? —le preguntaba a Ígor una y otra vez.
Pero Ígor nunca contestaba y contaba alguna de sus emocionantes aventuras. Le daba conversación a la gente y siempre terminaba haciendo un chiste o haciendo alguna gracia.
Después de aquello, todas las personas que se miraba en el espejo que le habían comprado a Ígor se veían radiantes.
Y así, la fama de los espejos de Ígor fue creciendo hasta el punto de que la gente creyó que, efectivamente, los espejos de Ígor eran realmente mágicos.
Un día Ígor recibió un mensaje de un rico terrateniente que vivía cerca de donde él se encontraba. El hombre requería su presencia para comprar uno de los espejos mágicos que él vendía.
Ígor acudió a la llamada.
—Me gustaría comprar uno de los espejos mágicos que tienes, el mejor —dijo el rico terrateniente—. Mi hijo no quiere salir, porque cree que es demasiado feo.
Ígor le siguió el juego, pues desde que se había empezado a correr el rumor de que sus espejos eran mágicos los vendía mucho mejor.
—Me gustaría ver a su hijo, si no le importa —dijo Ígor.
—No, imposible, el muchacho no se deja ver —dijo el hombre.
Ígor tenía que improvisar. El verdadero secreto de sus espejos eran las historias que él contaba, historias que hacían felices a las personas, que les hacían olvidar sus penas y sonreír. Por eso todo el mundo ser veía bien en sus espejos. Y lo seguían haciendo después, porque se relajaban ante el espejo, recordando la primera vez que se miraron en él.
Tras pensarlo un poco, Ígor se dirigió al hombre y le dijo:
—Verá, si no veo a la persona que va a quedarse con el espejo, este no funcionará. Pero no puedo contarle más, porque es un secreto.
—Está bien, veré qué puedo hacer —dijo el hombre. Y se fue a buscar a su hijo.
Tardó al menos una hora en volver. Y lo hizo solo.
—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Ígor.
—Podrás visitarlo en su habitación —dijo el hombre—. Pero no le mires demasiado.
Ígor siguió al hombre hasta la habitación de su hijo. Era un cuarto grande, llena de libros y de cuadros con retratos de personas muy bellas. Pero estaba casi a oscuras. El gran ventanal estaba cubierto con una espesa cortina que apenas dejaba pasar la luz y no había nada que alumbrara la estancia.
—¿Qué tal, amigo? ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Ígor.
—Me llamo Oto —dijo el chaval.
—Yo soy Ígor y traigo un espejo para ti.
Oto no dijo nada. Fue su padre el que habló:
—Vamos, hijo, este muchacho vende espejos mágicos. Te trae uno en el que te verás maravilloso.
—Eso es imposible —dijo Oto.
—Bueno, lo cierto es que mis espejos no funcionan si no los activamos primero —dijo Ígor.
—¿Qué hay que hacer para activarlo? —preguntó Oto.
—Es necesario ponerlo bajo la luz del sol —dijo Ígor.
—¿Y qué haces que no lo has puesto ya? —preguntó Oto, irritado.
—Debe hacerlo la persona que quiera quedarse con el espejo —dijo Ígor.
—Yo no salgo nunca de aquí —dijo Oto—. No me gusta que me vean.
—Iremos tú y yo solos donde nadie nos vea —dijo Ígor—. Ten en cuenta que yo ya he visto de todo y nada puede sorprenderme ya.
—Está bien, podemos ir al bosque, que allí nunca hay nadie —dijo Oto, colocándose sobre la cabeza un sombrero de ala ancha bien calado.
Ígor y Oto se dirigieron al bosque. Oto caminaba detrás sin dejar de mirar al suelo. Así no había manera de verle la cara.
Ígor le fue contando las historias que siempre le funcionaban, pero el chico no parecía poner interés en ellas. Así que se calló y siguió caminando, dejando que Oto, poco a poco, se colocara delante de él.
—¿Qué suena? —preguntó Oto. Acaban de llegar al bosque.
—El aire sacudiendo las ramas de los árboles —respondió Ígor.
Oto miró hacia arriba. Las ramas se sacudían produciendo un suave sonido irregular, que iba y venía.
—¿Y qué es ese otro sonido tan agudo? —preguntó Oto.
—Son pajarillos cantando —respondió Ígor.
Oto se quitó el sombrero. Se adentró en el bosque sin dejar de mirarlo todo.
—¿A qué huele? —preguntó Oto.
—A tierra y hierba mojada —respondió Ígor.
Siguieron caminando y llegaron a un manantial de agua cristalina. Ígor tuvo una idea. Y le dijo:
—Dicen que esta agua purifica cuerpo y alma. Solo tienes que beber un poco y lavarte la cara con ella. Mira, haz así.
Ígor bebió agua y se lavó la cara.
Oto pensó que no podía perder nada por probarlo.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Oto.
L
os dos muchachos siguieron recorriendo el bosque, unas veces en silencio, otras hablando sobre lo que veían. Ígor consiguió hacer alguna de sus famosas bromas e incluso consiguió arrancar alguna sonrisa en su compañero.
Al cabo de un rato encontraron unas hermosas zarzas cargadas de moras grandes y maduras. Esto les despertó el apetito y empezaron a comerlas. Estaban deliciosas.
Cuando empezó a caer la tarde, Ígor y Oto decidieron regresar. Y lo hicieron conversando como dos amigos de toda la vida. Ígor ya pudo contarle todas sus historias y hacerle reír.
Cuando llegaron los muchachos se despidieron. El padre fue a verlos.
—¿Qué tal? ¿Ha funcionado el espejo? —preguntó.
—¡Vaya! ¡Qué despistado soy! —dijo Ígor—. Lo he dejado junto a las zarzas donde paramos a merendar.
—Está bien, amigo, mañana iré a buscarlo —dijo Oto.
—¿Y si no funciona? —preguntó el padre.
—Funcionará, créame —dijo Ígor—. Y si algún día deja de hacerlo, Oto solo tiene que volver al bosque, lavarse la cara en el manantial y dar un paseo junto a las zarzas.
—Si no funciona te encontraré, muchacho —dijo el padre de Oto, en tono amenazador.
Pero Ígor sabía que no haría falta.
Esa misma noche, Oto encendió varias velas y se miró a un espejo. No en el que le había dejado Ígor en el bosque, sino en uno que tenía escondido debajo de la cama. Se miró y se vio hermoso. Pero no era la hermosura de los rostros que cubrían los dibujos que llenaban las paredes de su habitación. Era una belleza como la de Ígor, la belleza que da la confianza en uno mismo y sentirse libre y descargado. Era la belleza de un rostro relajado, alegre y sonriente; la belleza de sentirse en paz con uno mismo.