Ana y Leo se despertaron emocionados aquella mañana. La nieve cubría todo el pueblo como una manta blanca y brillante, y los dos niños sabían exactamente qué querían hacer: ¡un muñeco de nieve! Con sus gorros, bufandas y guantes bien puestos, corrieron al jardín y empezaron a hacer rodar grandes bolas de nieve.
—¡Esta será la cabeza! —dijo Ana.
—Y aquí tengo una zanahoria para la nariz —añadió Leo, colocando con cuidado la zanahoria en el centro de la cara de su muñeco.
Apenas terminaron, sucedió algo increíble. La zanahoria empezó a brillar suavemente, y de repente, el muñeco de nieve abrió los ojos, sacudió la cabeza y sonrió.
—¡Ja, ja, ja! ¡Hola, chicos! ¿Sabéis cómo se llama un muñeco de nieve feliz? ¡Muñeco de la
risa!
Ana y Leo se miraron con los ojos bien abiertos. ¿Su muñeco de nieve estaba hablando? ¿Y… contaba chistes?
—¿Q-q-qué eres tú? —preguntó Ana, entre risas.
—¡Soy Frosty, el muñeco más divertido de la nieve, un muñeco feliz, un muñeco la de risa! —dijo, y guiñó un ojo—. Me habías dado vida con esa maravillosa nariz de zanahoria. ¡Y ahora estoy aquí para hacerlos reír!
Los niños no podían parar de reír. Frosty seguía y seguía con sus bromas.
—¿Sabéis qué hace un muñeco de nieve cuando necesita ayuda? ¡Llama a sus amigosos polares! —decía, con una gran carcajada.
Y así, los días pasaron y Ana y Leo iban cada tarde a jugar con Frosty. Cada día, el muñeco les contaba nuevos chistes y hacía reír a todo el que pasaba por el jardín. Los vecinos, sus amigos de la escuela e incluso algunos animales del bosque se acercaban a escuchar a Frosty.
Un día, Ana llegó al jardín un poco triste porque había tenido un mal día en la escuela. Frosty, al verla, pensó en el chiste perfecto para animarla.
—Ana, ¿sabes cómo se despide un muñeco de nieve cuando se va de viaje? —le preguntó.
Ana, sin mucho ánimo, negó con la cabeza.
—¡Les dice "deshielo" a todos! —exclamó Frosty con una gran sonrisa.
Ana soltó una carcajada y, de pronto, se sintió mucho mejor.
—Gracias, Frosty —le dijo, abrazándolo—. No sé qué haría sin tus bromas.
Pero al día siguiente, cuando llegaron al jardín, Frosty estaba callado y su nariz no brillaba como antes. Leo le dio un ligero empujón.
—¿Estás bien, Frosty? —preguntó preocupado.
Frosty suspiró.
—Me temo que mi nariz está perdiendo la magia, amigos. Creo que… ya no puedo contar chistes.
Ana y Leo se miraron. ¡No podían permitir que Frosty dejara de hacerlos reír! Decidieron que tenían que hacer algo. Recordaron haber escuchado sobre una zanahoria mágica que se escondía en el bosque y que podía devolverle el brillo a la nariz de Frosty. Así que, sin pensarlo dos veces, se pusieron sus botas y bufandas y se internaron en el bosque.
E
l bosque estaba lleno de nieve y silencio, pero después de mucho buscar, encontraron una ardilla llamada Saltarina, que conocía la historia de la zanahoria mágica.
—Oh, pequeños, la zanahoria mágica es poderosa, pero ya no está en el bosque —dijo Saltarina—. La verdadera magia está en la risa que Frosty os enseñó a compartir. La zanahoria solo era el comienzo, pero ahora la risa está en vuestros corazones.
Ana y Leo se quedaron pensando. ¿Podría ser eso verdad? Volvieron corriendo al jardín y le contaron a Frosty lo que la ardilla les había dicho.
Frosty los miró con ojos brillantes y sonrió.
—¡Eso significa que la magia no ha desaparecido, chicos! Siempre que recordeís mis chistes y encuentren motivos para sonreír, ¡la risa vivirá en ustedes!
Ana y Leo sonrieron, entendiendo al fin la lección de su amigo. Desde entonces, aunque la nariz de Frosty ya no era mágica, cada vez que los niños tenían un mal día, pensaban en sus chistes y encontraban algo que los hacía reír.
Y cada invierno, volvían a construir a Frosty, el muñeco de la risa, que les había enseñado que la alegría y la risa son el mejor abrigo contra cualquier tristeza.