Había una vez un chico al que le gustaba mucho jugar con fuego, especialmente cuando salía al campo. Lo que más le gustaba era hacer fogatas y ver cómo el fuego consumía los troncos poco a poco, hasta que, finalmente, se apagaba.
A este muchacho también le gustaba mucho ver cómo se quemaban cosas sencillas, como cuerdas, cajas o incluso plásticos. Y entre las manos nunca le faltaba un mechero, que encendía y apagaba constantemente, siempre que podía.
Un día el chico llamó a un amigo para que fuera a jugar con él.
-¿Qué te parece hacer carreras de cuerdas ardiendo? -le propuso-. A ver qué tipo es el que arde más rápido.
El amigo aceptó, muy intrigado. Quedaron en un camino rural, no muy lejos de casa, por donde apenas pasaba nadie.
Los dos amigos sacaron las cuerdas que habían llevado. Las había de todo tipo: más finas, más gruesas, de algodón, de plástico…
Los dos amigos sacaron sus mecheros. Y, a la de tres, los encendieron y empezaron a prender las cuerdas.
Pero en una de estas vino un golpe de aire y las cuerdas se fueron a la cuneta, prendiendo los matojos que había.
- Rápido, vamos a echar agua -dijo uno de ellos. Pero volvió el viento y extendió más el fuego. El agua que tenían no era suficiente.
-Vamos a echar tierra encima -dijo el otro.
Pero la tierra del camino estaba muy compactada y apenas podían cogerla con las manos.
Volvió el viento y el fuego se extendió.
-¡Hay que llamar a los bomberos! -dijo uno.
-
Pero nos caerá una buena -dijo el otro.
-¿Qué te crees que pasará si esto se convierte en un gran incendio? Hay árboles a 50 metros y estas cuentas están llenas de malas hierbas y matojos secos.
Finalmente llamaron a los bomberos, que llegaron justo antes de que el fuego prendiera los árboles más cercanos. Los chicos esperaron a que llegaran y les ayudaron.
El susto fue tal que esa fue la última vez que jugaron con fuego. Los dos amigos quedan ahora para limpiar de forma voluntaria los caminos y los bosques.