Samy era una ardilla que como tantas otras habitaba en el bosque. Ella tenía su guarida en un enorme árbol. Allí había encontrado un hueco que poco a poco había convertido en su hogar.
Samy salía cada día a dar un paseo, tomar el sol, jugar con sus amigos y a recoger bellotas y algunas pequeñas frutas para alimentarse.
La mayoría de los días eran tranquilos y divertidos, pero otros no tanto. Muchos días llovía y una gran tormenta llegaba al bosque. Otras, algunos cervatillos se peleaban golpeando fuertemente sus cuernos. Y otras veces llegaban aves migratorias que descansaban en el bosque y con sus cantos y risotadas alborotaban a todo el bosque entero.
Cada vez que algo de esto sucedía, Samy se escondía en su guarida y no salía en absoluto hasta que se acabase el barullo. Cuando comenzaba a alterarse la tranquilidad en el entorno Samy, la ardilla escurridiza huía.
Poco a poco esta costumbre se hizo más habitual. Ya no eran tan solo las tormentas, los cervatillos o las aves migratorias. Ahora caía una piña de un árbol y Samy huía. El viento comenzaba a soplar apenas con mayor fuerza y Samy huía. Los cachorros de zorro gruñían en sus sesiones de juego, y también Samy huía.
A Samy ya no le gustaba afrontar las situaciones diferentes. Samy quería estar siempre tranquila. Y si era necesario estar todo el día en su guarida para lograrlo, lo haría.
Pero poco a poco Samy comenzó a aburrirse. Los días eran todos iguales, soleados y tranquilos, y si variaba apenas eso, se iba a su guarida. Esa era su rutina. Samy no quería ver las tormentas, no quería enterarse de las peleas de los cervatillos, ni quería escuchar a las aves de paso.
El aburrimiento ya no dejaba que Samy se sintiese feliz, ni tampoco aprender nada nuevo. Samy recordaba como cuando permanecía en las tormentas, sabía por el color del cielo cuando estas estaban por comenzar y cuando acabarían. Sabía en qué época del año llegaba cada grupo de aves, y conocía los motivos que hacían enojar a los cervatillos y ocasionaban peleas.
Tras reflexionar sobre ello, Samy decidió enfrentar las situaciones diferentes y no huir a su guarida al primer sobresalto. Así, Samy vio caer cientos de piñas de los árboles, nada malo pasó. E incluso aprendió que algunas de estas al cabo de un tiempo, se convertían en una plantita. Otras le servían de alimento.
Samy observó a los zorritos jugar, ellos gruñían y se divertían. En sus juegos los zorritos practicaban la lucha para aprender a defenderse de mayores. A Samy le encantó saber esto y se divirtió mucho mirando a los zorritos.
Ahora Samy ya no huía a su guarida a menos que el peligro fuera real y la huida era necesaria realmente. Samy se había dado cuenta que era mejor afrontar las situaciones que hui de ellas. Había entendido que cada experiencia le dejaba un bonito aprendizaje, y que incluso una situación que puede parecernos mala puede convertirse en una experiencia enriquecedora.