Había una vez un extraño animal, mitad ratón, mitad conejo, al que todos llamaba Ratonejo.
Ratonejo vivía en el campo, donde encontraba todo lo que necesitaba para vivir. Sin embargo, aunque no le faltaba nada, Ratonejo era muy curioso y siempre estaba buscando aventuras.
A Ratonejo le encantaba alejarse de su casa y visitar el pueblo. Allí la gente se asustaba mucho al verlo, y daban unos gritos y unos respingos que hacían mucha gracia. Al menos, a Ratonejo le divertía mucho verlo.
Un día, mientras exploraba el pueblo, vio un jardín con un gran manzano en el centro. Del manzano colgaba una hermosa manzana roja. Ratonejo quería darle un mordisco, pero el árbol era demasiado alto para él.
Ratonejo comenzó a buscar una forma de subir al árbol. Después de mucho buscar encontró una escalera. La cogió, la colocó y subió para coger manzana. Pero cuando estaba a punto de morderla, apareció el jardinero.
—¡Eh, pequeña alimaña, baja de mi árbol! —dijo el jardinero.
Ratonejo se asustó y saltó de la escalera. Pero estaba tan algo que, al caer, ser lastimó una pata.
—Ay, pobre animalito —dijo el jardinero.
El buen hombre lo cogió y lo acarició. Tras observarlo, dijo:
—¿Qué eres? No eres un ratón, ni un conejo, pero pareces las dos cosas. ¡Ah! Ya sé. Eres ese gamberro que anda por ahí asustando a la gente.
—Me llaman Ratonejo.
—¡Vaya! ¡Puedes hablar! Vamos dentro, te curaré la patita. Y te daré una manzana, que tengo muchas dentro.
Ratonejo se quedó con el jardinero y le ayudó a cuidar su jardín. Y a comerse las manzanas. Por allí pasó todo el pueblo a verlo y a charlar con él. Ahora ya nadie grita al verlo, ni da respingos, pero le hacen monerías y cucamonas, y eso también le gusta mucho a Ratonejo.
