En una fría noche de noviembre de 1854, Florence Nightingale llegó al hospital militar de Scutari. La guerra rugía lejos de allí, pero el dolor y la tristeza llenaban cada rincón del viejo edificio. Los soldados heridos yacían en camas apretadas, entre paredes manchadas de humedad. El aire estaba cargado de un olor pesado, y el suelo parecía no haber visto agua limpia en mucho tiempo.
Florence, con su vestido modesto y su voz suave pero firme, observó aquel lugar con ojos cargados de determinación. No podía permitir que esos hombres sufrieran tanto. Decidió que ella y su pequeño equipo harían todo lo posible para cambiar aquella situación.
—Primero, vamos a limpiar cada rincón —ordenó, mirando a sus compañeras enfermeras—. Estos soldados necesitan estar en un lugar limpio, libre de suciedad.
Con esfuerzo y dedicación, las enfermeras comenzaron a fregar los suelos y a limpiar las camas. Florence explicó a cada una la importancia de la higiene, algo en lo que pocos creían en aquel entonces. Algunas de las enfermeras murmuraban, dudando si sus manos podrían hacer una diferencia en aquel caos. Pero Florence, infatigable, seguía adelante, incluso después de que todos se hubieran ido a descansar.
Por las noches, Florence recorría los pasillos con una lámpara en la mano. Los soldados, agotados por la guerra y el dolor, la miraban pasar como si fuera un ángel.
—¿Eres real? —le preguntó un joven soldado, John, una noche mientras ella le ajustaba la manta—. Nunca había visto a alguien como tú.
Florence sonrió y le dio una suave palmada en el hombro.
—Claro que soy real, John. Estoy aquí para ayudarte. Y tú también puedes ayudar a que este lugar mejore.
John, que había perdido la esperanza, sintió que aquellas palabras le daban una nueva razón para seguir adelante. Quería estar bien, sanar y, algún día, poder agradecer a Florence y su lámpara.
Día tras día, Florence observaba que sus esfuerzos daban frutos. Los soldados comenzaban a recuperar fuerza, y el ambiente ya no olía a desesperanza. Sin embargo, un nuevo desafío llegó una mañana cuando el doctor Cooper se acercó a Florence con expresión preocupada.
—Florence, creo que tenemos una epidemia de cólera. Si no actuamos rápido, todos estaremos en peligro.
Florence no dudó ni un segundo. Conocía los riesgos, pero también sabía que con precaución y más esfuerzo podían detener aquella amenaza. Decidió que debían purificar el agua y asegurar que todo lo que usaban estuviera limpio.
O
rganizó una cadena de cuidado: sus enfermeras limpiaban el agua con filtros improvisados y cubrían cada herida con vendajes esterilizados. John, que ya se sentía mejor, comenzó a ayudar también, llevando paños limpios y distribuyendo mantas. Cada acción parecía pequeña, pero juntos hacían un cambio gigante.
Las semanas pasaron, y poco a poco el cólera fue desapareciendo del hospital. Los soldados sanaban, y muchos decían que la lámpara de Florence les había dado fuerzas para superar la enfermedad.
Una noche, mientras recorría las salas como de costumbre, John la llamó:
—Señorita Florence, gracias por ser nuestra luz en estos tiempos oscuros.
Florence solo sonrió, con la lámpara en la mano y el corazón lleno de alegría. Sabía que su misión estaba cumplida, que su pequeña luz había logrado iluminar, aunque fuera por un momento, las vidas de aquellos soldados que tanto sufrían.