Había una vez un dragón que vivía escondido en lo alto de una montaña, en una pequeña cueva que había cavado el mismo. Se llamaba Lucero. Lucero se escondía allí arriba, porque sabía que nadie caminaría tanto para hacerle daño.
Las viejas historias contaban que Lucero no podía escupir fuego. En su lugar, Lucero podía bañar de luz al que fuera a verlo para sanar sus heridas.
Pero nadie se creía aquellas historias, y pensaban que eran un truco para que los más ingenuos se dejaran cazar.
La pequeña Naomi había oído aquella historia desde que recuerda. Su abuela se la contaba cada noche, junto con muchas aventuras de Lucero, el dragón sanador. La que más le gustaba es la historia del día que nació su madre. La abuela decía que el propio Lucero la ayudó en el momento del parto y que todo salió muy bien.
Un día, la abuela de Naomi se puso muy enferma. La niña quería ayudar, pero ni siquiera la dejaban que entrara a verla. Pero ella consiguió colarse en la habitación y le dijo:
—Abuelita, voy a ir a buscar a Lucero para que te ayude.
—No, hija, Lucero no puede venir, y yo no estoy en condiciones de subir a la montaña —dijo la abuela.
—Eso ya lo veremos.
Naomi cogió una mochila con comida y agua, ropa de abrigo, unas buenas botas y empezó a ascender por la montaña donde su abuela decía que vivía Lucero.
Cuando por fin llegó arriba, a la cueva, se sorprendió al ver que por allí no había ningún dragón. Muy triste, Naomi se metió en la cueva a descansar.
Ya se había preparado para dormir cuando apareció el dragón.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —dijo.
—Soy Naomi. He venido a buscar a Lucero, el dragón sanador. Necesito que ayude a mi abuela, otra vez.
—Yo soy Lucero. Pero hace mucho no ayudo a nadie, todos me temen.
Naomi le contó la historia que tantas veces le había contado su abuela y de cómo la ayudó el día que nació su hija, la madre de Naomi.
—Así que tú eres la nieta de Alina, ¿eh? Ya decía yo que tenías algo en la mirada que me resultaba familiar. Me gustaría ayudarte, pero si bajo a tu casa los vecinos me derribarán antes de que ponga un ala sobre tu pueblo.
La niña se quedó pensando y luego dijo:
—¿Podrías darme un poco de esa luz que tienes para que yo se la lleve?
—La luz es muy delicada y no dura mucho tiempo —dijo Lucero.
—¿Y si la llevara en la boca, como tú? —dijo Naomi.
—Eso no lo he probado nunca —dijo Lucero.
—Pues venga, vamos a hacerlo —dijo Naomi.
—No podrás abrir la boca hasta que llegues a casa y veas a tu abuela —dijo Lucero—. Si lo haces, se escapará la luz.
— Entendido, estoy lista —dijo Naomi.
L
a niña abrió la boca y Lucero se la llenó de luz. Cuando estuvo llena, Naomi le dio las gracias a Lucero con un gesto y empezó a bajar.
—Espera, baja sobre mi lomo —dijo Lucero—. Te dejaré lo más cerca que pueda de tu casa.
Naomi se subió a lomos de Lucero y bajó volando hasta el bosque. Luego corrió hasta su casa. Muchos la intentaron parar, pero ella siguió corriendo, sin decir ni una sola palabra y sin abrir la boca para nada.
Cuando llegó a casa entró en la habitación de su abuela y abrió la boca. Una inmensa luz invadió la habitación. Nadie entendía lo que pasaba, pero la abuela se levantó y abrazó a su nieta.
La luz que llevaba Naomi en su interior creció y creció, y con ella ayudó a muchas personas a sanar y aliviar su dolor.
Lucero la contempla desde lo alto de la montaña y piensa: “Qué maravilloso debe ser vivir ahí abajo, cerca de gente con un corazón tan puro y tan bondadoso con el de la pequeña Naomi”.