Había una vez un pequeño pueblo en que el que vivía gente humilde. Entre todos se ayudaban con lo que podían.
Un día, a pueblo llegó una anciana empujando un carrito que parecía a punto de desmoronarse.
La gente del pueblo, al verla llegar, la invitó a pasar la noche con ellos. El pastor le ofreció su casa para descansar. El panadero y el lechero le ofrecieron pan y leche para reponer fuerza. El sastre le arregló la ropa. El zapatero le arregló los zapatos. Y el herrero le arregló el carrito.
—Gracias a todos, os estoy muy agradecida por vuestras atenciones —dijo la anciana—. Mañana mismo me iré para no causar más molestias.
—Quédese lo que necesite, buena mujer —dijo el alcalde—. Aquí no tenemos mucho, pero ayudamos en lo que podemos.
La anciana decidió quedarse un día más, pues estaba realmente cansada de tanto viajar. Los vecinos del pueblo volvieron a darle lo que pudieron.
Esa noche, una niña se acercó a ver a la anciana.
—Mi familia no te ha traído nada, porque no hemos podido —dijo la niña—. Así que he ido al bosque y te he traído esto.
La niña estiró los brazos y le ofreció a la anciana un pequeño ramo de flores recién cogidas.
La anciana las cogió y le dijo a la niña:
—Llevo años viajando por el mundo. Casi siempre me han tratado bien, aunque nunca con tanto cariño como en este pueblo de gente humilde. Pero esto que me traes es lo más maravilloso que me han regalado nunca.
—Solo son unas flores —dijo la niña.
La anciana se acercó un poco más y, acariciando suavemente la cara de la niña, le dijo
—La comida nos alimenta y la ropa nos calienta. Eso nos ayuda a vivir. Pero las flores y la belleza que representan nos dan la alegría de vivir. Muchas gracias, pequeña.
A partir de entonces, la niña se dedicó a recoger flores y repartirlas entre sus vecinos. Estos no podían evitar sonreír al ver a la niña, feliz y juguetona, repartiendo flores y sonrisas.
La alegría y las ganas de vivir se contagió entre los vecinos y, poco a poco, empezaron a prosperar. La niña incluso empezó a recoger flores para vender en un mercado cercano y, con el dinero que consiguió, podía ayudar a su familia.
Años después, la anciana regresó. Todos la recibieron con mucho cariño.
—¿Dónde está la niña de las flores? —preguntó la anciana.
La niña se acercó con un precioso ramo para la anciana. Esta le devolvió las flores que le había regalado la primera vez. Las había secado y las había colocado en un precioso prendedor para el pelo.
—Incluso secas, las flores nos alegran la vida —dijo la anciana, colocando el prendedor en el cabello de la niña.
La niña le dijo:
—Puedes quedarte en mi casa. No es muy grande y no tenemos ningún lujo, pero es muy acogedora. Así podrías enseñarme a secar flores y a hacer estos preciosos adornos.
—Será un placer —dijo la anciana.
La anciana no volvió a irse. Allí se sentía como en casa. Todos la querían, todos la ayudaban y, además, podía ser útil enseñando a todo lo que había aprendido en sus viajes.