Había una vez una princesa que estaba aburrida de estar todo el día en su palacio. Aunque el palacio era enorme y tenía unos grandes jardines en los que jugar, la princesa quería salir y ver mundo.
Un día, cansada ya de la vida palaciega, la princesa les dijo a sus padres que quería irse a conocer lo que había fuera. Por mucho que lo intentaron, sus padres no consiguieron convencerla de que se quedara.
—Al menos llévate a alguien que te acompañe —dijo su madre.
—No necesito nadie que venga conmigo —dijo la princesa. Y, cogiendo sus cosas, se fue cabalgando sobre su flamante caballo blanco.
Durante días la princesa viajó por todo el reino. Como todos sabían quién era la colmaban de atenciones. Al principio la princesa estaba satisfecha, pero pronto se aburrió de que todo el mundo la adulara.
Así que la muchacha siguió su camino, hasta que llegó a un pueblo donde nadie sabía quién era. Allí una familia le ofreció cobijo a cambio de que les ayudara en la casa y a trabajar en el campo, pues era época de siembra.
A la princesa le pareció que sería interesante saber qué era eso de trabajar, ya que todo el mundo hablaba sobre ello. Así que aceptó, sin decir a nadie quién era realmente.
El primer día la princesa disfrutó madrugando. Era la primera vez que se levantaba antes de que saliera el sol. Ese día también aprendió a fregar los platos e incluso tuvo que aprender a coser para arreglar su propio vestido. También fue el primer día que la princesa cogía tierra entre sus manos.
Pero cuando acabó el día, la muchacha estaba agotada. Cuando al día siguiente la fueron a despertar y no quiso levantarse porque estaba cansada, la familia le avisó:
—El que no trabaja no come.
Efectivamente, como no se levantó a trabajar ese día no comió más que unos trozos de pan que consiguió al final del día. Así que al día siguiente, con un hambre atroz, le levantó al trabajar. Pero el trabajo ya no le pareció tan maravilloso. Así que al día siguiente cogió su caballo y decidió volver a casa.
Pero a la vuelta ya no la reconoció nadie, puedes llevaba la ropa sucia y estropeada y estaba despeinada y con mala cara. Así que no le quedó más remedio que trabajar a cambio de comida y cobijo en cada pueblo al que llegaba.
Y así, después de muchas semanas de viaje, consiguió llegar a casa. El problema fue que el vigilante del palacio no quería dejarla entrar, porque no la reconocía después de tanto tiempo.
Como no había manera de que avisara a sus padres, la princesa decidió colarse usando un pasadizo secreto que solo los reyes y ella conocían, que llevaba directamente a la sala del trono.
Cuando los reyes vieron allí a la muchacha se asustaron. Solo después de unos segundos cayeron en la cuenta de que era su hija.
La princesa les contó todo lo que había pasado, todo lo que había tenido que trabajar y lo duro que habían resultado aquellas semanas.
—Tienes que aprender a valorar lo que tienes —dijo el rey.
A partir de entonces la princesa empezó a ver el palacio con otros ojos y a buscar la manera de sacarle partido a todas las cosas que tenía y a las oportunidades que aquel lugar le ofrecía.