Mario era un zapato de charol. Del número 36, con cordones y de color azul marino. Su compañero de batallas era Luis, al que le tocaba ir en el pie derecho. Cuando vivían en la factoría donde los fabricaron estaban siempre juntos. En la misma caja, calentitos y rodeados de papel de periódico.
Un día, sin previo aviso, los metieron en un camión con muchos otros zapatos, botas y bailarinas. De ahí los llevaron a un gran centro comercial en el que había una gran zapatería. Sin mediar explicación, sin que nadie les diese una explicación, los separaron.
Mario fue al expositor y Luis al almacén. No entendían por qué no podían estar juntos como hasta ahora. Luis pasaba frío en aquel almacén. Aunque estaba acompañado de otros zapatos, echaba mucho de menos a su hermano Mario. No tenía muy claro a dónde había ido a parar. Cuando alguien se lo probada y decía “este zapato no me gusta, la suela chirría demasiado al caminar” no sabía que en realidad ese sonido eran los lamentos de Mario. Lamentos porque se pasaba el día entre manoseos, pies sin calcetines y muchas veces acababa en el suelo en una pila de zapatos desordenados. Se mezclaban los cordones de unos con los de los otros y se ensuciaban.
A diario, a medida que se iba acercando la hora del cierre, Mario confiaba en que llegara alguien con prisas, con un evento al día siguiente para el que no tuviera calzado y se lo llevase. Esa sería la forma de volver a reunirse con su hermano Luis.
Como no era el único que se sentía así, un día decidieron organizar una rebelión. Los zapatos de cuero, charol y piel decidieron de una vez por todas volver a reunirse con sus hermanos, de los que les habían separado. El día que habían elegido para llevar a cabo su plan, cuando el empleado de la tienda fue a organizar el expositor antes de cerrar, comenzaron a volar hebillas, cordones, lengüetas y plantillas. Pretendían aprovechar el revuelo para escapar.
Los de las lengüetas más anchas pudieron alzar el vuelo y llegar al almacén donde liberar a los compañeros que estaban allí. Los de los cordones más largos fueron capaces de deslizarse por la ventana y llegar al suelo.
Al final, todos se reunieron en el parque que estaba justo enfrente de la tienda y emprendieron la huida. Poco a poco, fueron encontrando personas agradecidas que les dieron un hogar en sus pies. Que los cuidaban, que no los tiraban de cualquier manera al llegar a casa y descalzarse, que de vez en cuando les pasaban un paño fresquito con jabón y que los guardaban con mimo en un zapatero. Eso, para ellos, era el paraíso.