Había una vez unas hermanas hadas que eran muy traviesas. Y también bastante desobedientes. Las hadas traviesas se pasaban el día haciendo cosas que a ellas les parecían divertidas, pero que molestaban bastante a las demás hadas. Y, para colmo, siempre desobedecían a su madre.
Un día que la madre no estaba en casa, las hadas decidieron salir a pasear por la noche, aunque lo tenían prohibido.
-Seguro que mamá nos lo prohíbe para quitarnos la diversión -dijo una de las hadas.
-Estoy convencida de ello -dijo otra de las hadas-. Si no es divertido salir por la noche ¿qué hacen las hadas mayores fuera hasta el amanecer?
Y así, las hermanas hadas salieron a hurtadillas para pasear por el bosque.
-¿No os parece raro que no haya nadie más por aquí? -comentó una de las hadas.
-Estarán jugando al escondite o echando una partida de cartas en un lugar apartado para que nadie moleste -dijo otra.
Y así, revoloteando, riendo y jugando, las hadas se adentraron en el bosque. Cuando se dieron cuenta no sabían dónde estaban.
Entonces escucharon ruidos extraños entre la maleza. Y se asustaron mucho. Quisieron esconderse, pero no sabían dónde. Había ojos brillantes mirándolas por todas partes. Y ruidos extraños saliendo de entre los árboles.
-¿Se puede saber qué hacéis aquí?
Era la madre de las hadas traviesas, que salió de entre unos matorrales acompañada de un montón de hadas más, armas hasta los dientes.
-¡Mamá! -exclamaron las hadas.
-Vamos, hay que volver a casa -dijo su madre-. Esto está lleno de peligros y vosotras no sabéis defenderos.
-Entonces es culpa tuya, mamá, por no enseñarnos -dijo una de las hadas.
-Sois demasiado jóvenes para ello, y demasiado traviesas para enseñaros ciertas cosas -dijo la madre-. Hasta que no aprendáis a respetar las normas y a obedecer no podré enseñaros nada más.
Las hadas prometieron ser más responsables y no volver a desobedecer. Y, con el tiempo, aprendieron todos los secretos de las hadas mayores. Pero no antes de demostrar ser dignas de ello.