
Era una mañana de invierno. Ana se preparaba para explorar el bosque nevado cerca de su casa. Abrió la puerta y un viento frío le hizo temblar, pero eso no la detuvo. Con su gorro de lana rojo, botas abrigadas y una lupa de juguete en el bolsillo, Ana se sentía lista para cualquier aventura.
—Hoy encontraré algo especial, lo sé —dijo mientras observaba las blancas montañas que rodeaban el pequeño pueblo.
No había caminado mucho cuando algo captó su atención: unas huellas pequeñas y delicadas que se marcaban en la nieve. No parecían de zapatos, pero tampoco de un animal que ella conociera. Ana se agachó para examinarlas con su lupa.
—¡Qué extraño! —murmuró, sintiéndose como una detective de verdad—. Estas huellas parecen ir hacia el bosque.
Siguiendo el rastro, Ana notó que las huellas serpenteaban entre los árboles altos, desapareciendo a veces bajo ramas caídas o entre montículos de nieve. Sin embargo, ella era persistente y, paso a paso, avanzaba más y más.
En el camino, encontró algo curioso: una bufanda pequeña atrapada en una rama baja.
—¿Una bufanda? Esto se está poniendo interesante. ¿De quién será? —se preguntó mientras guardaba el hallazgo en su bolsillo.
Poco después, las huellas la llevaron hasta un claro en el bosque donde el sol brillaba débilmente sobre la nieve. Allí vio algo moverse entre los arbustos. ¡Era un conejo blanco con las orejas tiesas! Ana sonrió.
—¡Hola, amiguito! ¿Eres tú quien dejó las huellas?
El conejo dio un brinco y desapareció entre los árboles, como si le invitara a seguirle. Ana no dudó y, a toda prisa, continuó el rastro.
Finalmente, las huellas se detuvieron frente a una pequeña cabaña de madera. Una chimenea soltaba un hilo de humo al cielo, y el olor a leña quemada llenaba el aire. Ana tocó la puerta con timidez.
—¿Hola? —preguntó.
La puerta se abrió lentamente, y un hombre alto con barba y un sombrero de lana apareció. Tenía los ojos amables y una gran sonrisa.
—¡Hola, pequeña! ¿Qué haces por aquí sola?
—He estado siguiendo unas huellas en la nieve. Me trajeron hasta aquí —dijo Ana, mostrando su lupa como si fuera un objeto oficial.
El hombre rio.
—¡Entonces has resuelto el misterio de Copito! —dijo mientras señalaba al conejo blanco que estaba acurrucado junto a la chimenea.
Ana miró al conejo y luego al hombre, confundida.
—¿Copito? ¿Es suyo?
—Bueno, es más bien un amigo del bosque. Se perdió esta mañana, y lo encontré temblando de frío cerca del claro. Lo traje aquí para calentarse un poco. Pero las huellas que seguiste no son solo suyas... —El hombre se señaló las botas grandes y cubiertas de nieve.
Ana abrió los ojos sorprendida.
—¡Claro! ¡Eran huellas de botas y patas de conejo juntas! —exclamó.

El Señor Leñador asintió.
—Exactamente. Me alegra que te trajeran hasta aquí. Has demostrado ser muy observadora. ¿Te gustaría quedarte un rato? Tengo chocolate caliente.
Ana aceptó emocionada. Se sentó junto a la chimenea mientras Copito se subía a su regazo. La cabaña era acogedora, con herramientas de madera colgadas en las paredes y un suave crujir de la leña ardiendo.
Antes de irse, el Señor Leñador le devolvió la bufanda que había encontrado.
—Esta bufanda también pertenece a Copito. Siempre la pierde cuando se escapa —dijo riendo.
Mientras Ana regresaba a casa, pensó en todo lo que había aprendido ese día. Había seguido un misterio, había hecho un nuevo amigo y había descubierto que, a veces, lo más especial está en las pequeñas cosas.
Y desde entonces, cada vez que veía huellas en la nieve, Ana se preguntaba qué historia podrían contar.