Había una vez un niño que quería ser bordador. Nadie le tomaba en serio. El tiempo pasaba y el niño seguía diciendo que quería ser bordador.
—¿Para qué quieres ser bordador? —le preguntó un día su madre.
—Para bordar sonrisas en la cara de la gente —respondió el niño.
—¡No digas bobadas! —exclamó su madre—. Las sonrisas no se pueden bordar en la cara.
—¿Por qué no? —preguntó el niño.
—Porque no —dijo su madre—; así que mejor piensa en otra cosa y déjate de tonterías si no quieres que tengamos un disgusto.
El niño no quería ver triste a su madre, así que no volvió a decir nada de bordar sonrisas.
Los días pasaban, y el niño no decía nada, pero estaba muy triste. Su madre se dio cuenta enseguida de que le pasaba algo. Todos los días le preguntaba por qué estaba tan triste, pero el niño no decía nada; solo se limitaba a levantar los hombros y a mirar al suelo.
Un día, al acostarse, la mamá del niño encontró bajo su cama un papel doblado. Ella lo abrió y vio que en su interior había un número de teléfono y un mensaje que decía: “Llamar inmediatamente”.
Muy extrañada, la mamá del niño pensó que no perdía nada por llamar. Y eso hizo. Después de dos tonos alguien descolgó y dijo:
—Bordadores de sonrisas, ¿en qué puede ayudarle?
—¿Es una broma? —preguntó ella, de muy mal humor.
—No, señora, no es una broma —dijo la voz al otro lado del teléfono—. Si ha encontrado este número es porque alguien se ha puesto en contacto con nosotros porque es urgente que le bordemos una sonrisa a alguien.
—Esto es intolerable —dijo la señora—. Ya le dije a mi hijo que se dejara en paz de tonterías de bordados y de sonrisas.
—¿Su hijo necesita un bordado de sonrisa? —preguntó la voz al otro lado del teléfono—. Pero, señora, ¡eso es una urgencia! ¡Tenemos que intervenir enseguida! ¡Ya mismo le envío a un bordador!
—¡Aquí no me ande usted mandando a nadie! —gritó la mujer.
Y justo en ese momento llamaron a la puerta, con gran insistencia,
—¿Quién será a estas horas? —dijo la mujer, mientras se acercaba a la puerta.
—Somos los bordadores de sonrisas —dijo alguien al otro lado de la puerta—. Venimos por una urgencia.
La mujer abrió la puerta y les dijo:
—Ya están bien con la bobada de los bordadores de sonrisas, ¿no os parece?
—Buenas noches, señora —dijeron los bordadores—. Parece que esta noche vamos a tener que bordar más de una sonrisa. ¿Dónde está el niño? No podemos esperar más. Nos han dicho que es cuestión de sonrisa o muerte.
—¿Qué? —dijo la mujer.
—Que es una cuestión de sonrisa o muerte —insistieron ellos.
—Esto ya pasa de castaño oscuro —dijo la mujer.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó el niño, que se había despertado por el alboroto.
—No sé qué habrás ido contando por aquí, pero estos señores vienen a bordarte una sonrisa o no se qué —dijo ella.
—Vamos, chaval, esto no puede esperar más —dijeron los bordadores.
Al cabo de un rato, el niño volvió con su madre y, con una gran sonrisa en la cara, exclamó:
—¡Mira, mamá! ¡A que mola mi sonrisa nueva!
—No entiendo nada —dijo ella.
—Ahora le toca a usted, señora —dijeron los bordadores—. Será más fácil si no se resiste.
A los bordadores les costó, pero, finalmente, lo consiguieron.
—¡Qué chulada, mami! ¡Te han dejado estupenda! —exclamó el niño.
—La verdad es que me veo estupenda —dijo ella—. Por cierto, hijo, ya que quedado con estos amables bordadores para que vayas a su escuela.
Y así fue como el niño se convirtió en bordador de sonrisas, sonrisas que no se borran, sonrisas que duran para siempre.