Lua era una gallina ponedora, de las mejores. VivÃa en un amplio gallinero con otras tantas gallinas y sus polluelos. Le encantaba vivir allà porque los dueños de la granja eran muy buenos y las trataban muy bien. Todos los dÃas les daban granos de maÃz, pienso, pan remojado en leche y, de vez en cuando, hierbas y forraje. La granja tenÃa muchos clientes, porque eran gallinas ecológicas y sus huevos eran de los más apreciados por las personas por ser ricos y nutritivos.
Como el resto de gallinas de su granja, Lua habÃa empezado a poner huevos a los seis meses. Aunque era una de las gallinas preferidas de sus dueños, estaba triste. Lo estaba porque, en secreto, vivÃa enamorada del gallo del corral: CrÃspulo. Era un gallo de plumas doradas como los rayos del sol, de majestuosa cola y roja cresta. Se llevaba muy bien con todas las gallinas y las ayudaba a estar siempre cómodas y a gusto en el corral.
Lua suspiraba por CrÃspulo cada dÃa. De hecho, los dueños de la granja estaban preocupados porque, en vez de cacarear como el resto de las gallinas, Lua suspiraba de amor. Estaban tan desconcertados por ese sonido tan poco habitual en una gallina que incluso llamaron al veterinario. No encontró nada raro y les dijo que no se preocupasen, que Lua seguirÃa siendo una de sus mejores ponedoras.
CrÃspulo se mantenÃa ajeno a los sentimientos de la gallina. La veÃa como a todas, como a una gallina más con la que compartÃa espacio y modo de vida. Esto la ponÃa aún más triste. A pesar de que siempre le dejaba los mejores granos de maÃz y, si quedaba un poco de agua fresca, la reservaba para CrÃspulo, Lua sentÃa que su amor no era correspondido.
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‰l estaba más pendiente de presumir delante de las otras gallinas que de apreciar los detalles que Lua tenÃa con él. Incluso un dÃa que apareció roto el recipiente del maÃz, CrÃspulo la acusó a ella y la señaló delante de los dueños como la culpable. En realidad, habÃa sido el gallo tratando de presumir delante de una gallina nueva que acababa de llegar al gallinero.
Ese dÃa a Lua se le cayó la venda de los ojos. No le importaba que aquel gallo vanidoso nunca le hubiera hecho caso. Lo que realmente le habÃa dolido es que la utilizase para lavar sus culpas. Desde ese dÃa, Lua no volvió a prestarle la más mÃnima atención y se dedicó a su trabajo como ponedora y a cuidar de sus polluelos.