Caspi era un lobo de mediana edad que vivía en medio del bosque. Como tenía muy buena salud, pasaba horas y horas corriendo por el monte. Le encantaba fisgonear en cuevas y madrigueras ajenas y meterse en recovecos imposibles.
Durante el día jugaba mucho, pero por la noche era mucho más activo. Mientras los otros animales dormían plácidamente en sus madrigueras, Caspi aprovechaba para subirse a los árboles e ir de rama en rama haciendo equilibrios y piruetas.
Durante meses, Caspi disfrutó haciendo estas piruetas nocturnas, pero luego se aburrió y decidió ir más lejos y marcarse un nuevo reto: escalar una montaña altísima. Una noche de luna llena comenzó a subir la ladera cubierta de piedras. Llegó a la cima en solo dos horas. Las cabras, que hasta entonces había sido las únicas en hacer eso, se quedaron pasmadas viendo a Caspi hacer lo mismo con esa soltura y facilidad.
Al llegar arriba se puso a dar botes y a gritar de alegría. Después se tranquilizó y se puso a tomar el sol para
descansar y recuperar fuerzas. Se sintió el rey de la montaña. A media tarde decidió que había llegado la hora de regresar a su hogar. Dio un salto para levantarse y, en un descuido, resbaló y empezó a caer rodando montaña abajo dando botes y botes.
– ¡Socorro, que alguien me ayude!- gritó Caspi, angustiado.
Cuando estaba a punto de llegar a la falda de la montaña, después de haber recorrido toda la ladera, se dio de morros contra un arbusto de pequeñas flores violetas. Se estiró y se agarró desesperadamente. Tuvo tan mala suerte que resultó que el arbusto era un matojo de ortigas. Caspi empezó a rascarse desesperado.
De una madriguera salió una pequeña zarigüeya que le ofreció un ungüento preparado por ella misma. Caspi no se fió mucho al principio, pero estaba tan molesto por las ortigas que al final no le quedó más remedio que aceptar su ayuda. Así fue como Caspi prendió a no ser tan intrépido y a tener más cuidado cuando se adentraba en terrenos desconocidos.