Todas las mañanas el señor Manolo se despertaba muy temprano para salir a pasear. Tras asearse y tomar un ligero desayuno -ya tendría tiempo después para desayunar algo más contundente- el señor Manolo se calzaba sus zapatillas deportivas y salía a la calle.
El señor Manolo, al pasar, despertaba a todos los vecinos. Todos le saludaban afectuosamente desde la ventana al verlo pasar. Y así, con el paseo del señor Manolo, despertaba la vida en el pueblo.
Ni un solo día dejó el señor Manolo de pasear y de despertar a sus vecinos, que ya hacía mucho tiempo que habían renunciado a poner el despertador. Pues mucho más agradable eran el saludo y los cantares del señor Manolo que el ruido infernal de aquel aparato chillón.
Pero no todo el mundo disfrutaba de este despertar placentero. Había un joven, al que llamaban el Pringabotas, por trabajar de aprendiz en el taller del zapatero, al que no le gustaba nada madrugar.
Al Pringabotas le gustaba apurar todo lo que podía en al cama, y poco le importaba salir corriendo y sin desayunar, casi a medio vestir, porque llegaba tarde al trabajo. Pero con el señor Manolo despertando al pueblo y la gente amaneciendo con alegría lo de quedarse dormido era casi imposible.
-A este le voy a dar yo una lección -dijo para sí el Pringabotas-. Voy a estropearle el despertador a ese señor Manolo. Ya verás cuando se quede dormido y todo el pueblo con él. Me voy a reir yo de tanta tontería cuando todos lleguen tarde a trabajar o al colegio.
Dicho y hecho. El Pringabotas se coló en casa del señor Manolo y le averió el despertador. No se le daban mal la electrónica, así que usó su maña para estropear el despertador sin que el reloj dejara de funcionar, de modo que no se notara nada.
Pero a la mañana siguiente el señor Manolo volvió a dar su paseo, como siempre. El Pringabotas, que se las había dado muy felices para aquel día, no cabía en sí de rabia. Ese mismo día volvió a casa del señor Manolo para comprobar que el despertador no funcionaba. Ajustó alguna cosa por si acaso y volvió a su casa.
Pero a la mañana siguiente todo volvió a ser igual, y el Pringabotas volvió a despertarse bien temprano, y bien enfadado.
-Esta noche me colaré en su casa cuando esté dormido y le robaré el despertador -pensó el muchacho. Y eso hizo.
Empezaba a amanecer cuando el Pringabotas se metía en la cama, cuando de pronto oyó al señor Manolo, que salía a dar su habitual paseo.
-¡No! -gritó el Pringabotas-. ¿Cómo es posible? ¡Si no tiene despertador!
-Claro que no -dijo el señor Manolo, que lo escuchó. La ventana del Pringabotas estaba abierta y todo el pueblo escuchó sus chillidos-. No me hace falta. Mi cuerpo está acostumbrado a despertarse a la misma hora todos los días, sin necesidad de despertador.
-Pero, ¿para qué se levanta usted tan temprano, si está jubilado y no tiene nada que hacer? -le preguntó el Pringabotas.
-Me levanto para aprovechar la luz del sol, para disfrutar de un nuevo y maravilloso día -le dijo el señor Manolo.
-¿Por qué? -le preguntó el Pringabotas.
-¿Por qué no? -le respondió el señor Manolo-. La vida es maravillosa y hay que disfrutarla. Tengo muchas cosas por hacer, por ver, por aprender y por compartir. Y no podré hacer nada de eso dormido.
Al Pringabotas debieron de impresionarle aquellas palabras, porque desde entonces se levanta con alegría cuando oye al señor Manolo y le saluda con afecto y gratitud. Él también tenía mucho que hacer, que ver, que aprender y que compartir. Ahora lo sabía. Y tenía mucho tiempo para sacarle jugo a la vida.