Héctor tenía una preciosa tortuga azul que le acompañaba a todas partes. La tortuga azul de Héctor era muy especial, no solo por su bonito color, sino por muchas otras cosas.
Para empezar, la tortuga de Héctor era mágica. Por eso se convertía en peluche cuando aparecía un adulto, por si acaso. Así pasaba desapercibida entre todos los demás juguetes.
Un día, Héctor encontró a su tortuga azul un poco triste.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el niño.
—Tengo hambre —respondió la tortuga.
La tortuga azul de Héctor comía solo una vez al día, mientras el niño dormía y podían viajar a su mundo mágico. Pero como se iba haciendo mayor, la tortuga necesitaba comer más veces.
—¿Quieres pan? ¿O un poco de fruta? —le preguntó Héctor.
—Las tortugas mágicas solo comemos chuches —respondió la tortuga.
Héctor se rio mucho con aquella respuesta. Luego le dijo:
—¡Menuda excusa! ¡Eso no vale! Las chuches no alimentan. Y si comes muchas se te estropean los dientes.
La tortuga se puso muy seria, tan seria que Héctor se asustó un poco.
—No es ninguna broma —dijo finalmente la tortuga—. ¡Alguna ventaja debía tener ser un bichito mágico!, ¿no te parece?
—Vale, vale —dijo Héctor—. Buscaré chuches.
Héctor buscó a su hermana para contarle lo que le pasaba a la tortuga y para que le ayudara a conseguir algunas gominolas.
—Yo tengo unas pocas guardadas, te las daré —dijo la niña. Y eso hizo.
La tortuga azul se puso muy contenta cuando recibió las chuches.
—Gracias—le dijo.
—A partir de ahora guardaremos todas las chuches que consigamos para compartirlas contigo —dijo Héctor.
—¡Oh, gracias por vuestra generosidad! —dijo la tortuga.
Desde entonces, los dos hermanos empezaron a guardar todas las chuches para compartirlas con la tortuga azul. Y así la tortuga empezó a crecer y ganar poderes.
Una tarde, mientras Héctor se echaba la siesta abrazado a su tortuga, esta lo llamó y le preguntó:
—¿Me acompañas a un sitio especial? Estoy segura de que te va a encantar el viaje.
—¡Sí! ¡Vamos! —dijo Héctor, muy emocionado.
Y en un instante la habitación de Héctor desapareció y aparecieron en la playa. Era un día precioso, con mucho sol, aunque el mar estaba algo revuelto. Había unas olas alucinantes.
Héctor se quedó maravillado con aquel espectáculo. Y entonces los vio: varios chicos cabalgando las olas a lomos de unas tablas de colores.
—¡Uaaaau! —exclamó Héctor—. ¡Qué pasada!
—Están haciendo surf —dijo la tortuga azul—. ¿Quieres probar?
—¿Cómo? —preguntó Héctor. Su amiga respondió:
—Recuerda, soy una tortuga mágica. ¿Sabías que puedo convertirme en lo que quiera? Vamos, yo te guiaré.
Héctor se acercó al agua. Imitando lo que hacían los chicos que surfeaban, se subió a su tortuga-tabla y se metió en el mar.
—¡Estoy surfeando! ¡Estoy surfeando! —gritó Héctor.
Y así estuvo un rato hasta que perdió el equilibrio y se cayó al mar. Pero cuando sacó la cabeza del agua se encontró en su habitación otra vez.
—¡Ha sido genial! —le dijo el niño a la tortuga—. Mañana repetimos.
Al día siguiente, a la hora de la siesta, Héctor y la tortuga azul volvieron a la playa para surfear. El niño estaba encantado.
Héctor estaba disfrutando mucho, hasta que se cayó otra vez. Pero esta vez no estaba en su cama, de nuevo, sino en el agua. Las olas había parado y el mar estaba en calma. A pesar de todo, a Héctor le entró un poquito de miedo porque, aunque no se hundía, no encontraba a su tortuga.
—¡Tortuga azul! ¿Dónde estás? —gritó Héctor.
Entonces, algo empujó al niño desde abajo y lo sacó del agua. ¡Era un delfín completamente azul!
Héctor se abrazó al delfín azul, que empezó a hacer piruetas y a saltar dibujando bonitos arcos tras los que dejaba una estela de colores.
Después de un rato, el delfín paró y le dijo a Héctor:
—Es hora de volver, amiguito.
Y un instante después Héctor se despertó en su cama. Se levantó muy contento, con ganas de repetir al día siguiente.
Y así, noche tras noche, Héctor viaja a diferentes lugares con su tortuga mágica de color azul.