A Laura le encantaban las flores. Puede que tuviera que ver con el hecho de que sus padres tuvieran un invernadero repleto de ellas. Un espacio lleno de vida y color en el que le encantaba perderse cada vez que estaba preocupada por algo.
Le gustaban las rosas amarillas, pero las camelias eran sus preferidas. También lo eran para su abuela y quizá por eso tenían ese significado tan especial para la niña.
Laura aún era muy pequeña para cultivar sus propias flores, para plantar la semilla, regarla, abonarla, podarla…. Por eso le gustaba sentarse en su taburete a observar cómo su padre se detenía con el mismo mimo en cada uno de los geranios. A mirar cómo les hablaba a las orquídeas para que crecieran llenas de color. Le gustaba ver cómo su madre elegía con detenimiento cada una de las flores con las que preparaba los ramos que les encargaban los vecinos del pueblo. Siempre se preocupaba de que los colores formasen un conjunto especial. Con eso, con observarles, a Laura le bastaba.
Las cosas empezaron a cambiar cuando la gente empezó a dejar de comprar ramos de flores.
- Regalar flores ya no está de moda, parece ser - se lamentaba decepcionada la madre de Laura cada vez que se iban a la cama sin haber recibido una sola llamada.
Laura no entendía por qué la gente ya no regalaba flores, o compraba plantas o semillas para plantar en su jardín, con lo bonito que era verlas crecer hasta convertirse en un espectáculo de color cada primavera. Así que empezó a sentarse cada vez menos en ese taburete desde el que observaba el cariño con el que sus padres trataban a las plantas, a cada brote y a cada nuevo capullo.
Tan triste se volvió todo en casa de Laura que hasta las plantas empezaron a ponerse mustias. Tanto que dejaron de florecer. Era como si no quisieran crecer.
Un día, Laura se sentó en su taburete a pensar. Quería encontrar una solución para que el invernadero volviera a ser el de antes. Tras mucho pensar decidió que podía probar a tratar a las flores con el mismo cariño con el que había visto a sus padres hacerlo. Las regaría con mimo, les hablaría con cuidado y hasta les cantaría las canciones que aprendiese en el colegio.
Tras unos días cuidando de las flores sin que nadie lo supiera, de repente, un buen día comenzaron a florecer de nuevo. El invernadero se llenó de color y la alegría volvió a casa de Laura. Eso hizo que la mamá de Laura tuviera una gran idea que hizo que su negocio volviese a funcionar: a partir de ahora ya no solo venderían flores, sino que también impartirían cursos de jardinería para que la gente aprendiese a cuidar de las plantas de su jardín.
La idea entusiasmó a la pequeña, que decidió guardar en secreto lo que había sucedido.