A Lucas le hacía mucha gracia ver a su vecino bajar la basura cargado de bolsas. En su casa solo tenían una para todo y pensaban que era mucho más cómodo. Aprovechaban mucho mejor el espacio de la cocina y tardaban mucho menos en recoger cuando terminaban de comer. Por todo eso, aún le hacía más gracia ver a su vecino cargado con bolsas en el ascensor.
Un día, al llegar la primavera, Lucas fue con su clase de excusión. Esta vez tocaba un destino sorpresa, pero la profesora les dijo que iban a aprender mucho y que a algunos iba a cambiarles la forma de ver las cosas. Lucas estuvo super intrigado durante todo el trayecto en autobús.
Al llegar al destino, no entendió nada durante los primeros minutos. Enormes cintas transportadoras plagadas de basura. En una vio plásticos y latas de refrescos, en otra, botes de cristal, en otra, cartones. No entendía para qué alguien querría acumular toda esa basura.
Luego pensó que nunca en sus 10 años de vida se había preguntado a dónde iba a parar todos los desperdicios que desechaban en casa. Su familia los tiraba al contenedor y se olvidaba. Lucas tiraba el vaso del yogur o la piel de la naranja sin pensar más allá. Arrojaba la lata de refresco o las espinas del pescado sin darse cuenta de que a lo mejor no estaba haciendo las cosas bien.
En la planta de reciclaje, pues ese había sido el misterioso destino de la excursión escolar, le explicaron lo importante que era separar los desechos para reciclarlos. Se trataba de darles una segunda vida porque, como les insistieron mucho, los recursos no son ilimitados en la Tierra.
Lucas volvió a su casa con la mentalidad totalmente cambiada. Había visto en primera persona todo lo que se podía hacer con la basura que ellos creían inservible. Les explicó a sus padres que debían ir a comprar contenedores de diferentes colores para separar las cosas y después depositarlas en los contenedores correspondientes.
Los padres de Lucas no parecían muy convencidos, pero cuando vieron a su hijo empezar a poner aquellos consejos en práctica decidieron imitarle. Pronto se dieron cuenta de que no era tan aparatoso como pensaban. Cada día de la semana, a parte de la basura orgánica, bajaban los envases, el vidrio, el papel…. Incluso los restos de comida se podían aprovechar. Como vivían en una casa con jardín, instalaron un cubo enorme para que poco a poco la basura orgánica, los restos de alimentos, se fuesen convirtiendo en abono para las plantas y árboles.