Pegaojos
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Pegaojos

Pegaojos Nadie sabe tantos cuentos como Pegaojos.

Al anochecer viene un duende llamado Pegaojos. Se desliza por detrás, les sopla a los niños suavemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos para que él pueda contarles sus cuentos.

Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Lleva un traje de seda. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.

Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.

Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.

Lunes

-Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado.

Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles. L ramas estaban llenas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso, y sabía más dulce que mermelada.

Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.

-¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra: era una cifra equivocada que se había deslizado de una cuenta, y todo andaba revuelto. El pizarrín salta, como si fuese un perrillo ansioso. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. Todo lamentos y quejas que partían el alma.

-Miren, tienen que poner así -decía la muestra-. ¿Ven? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.

-¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!

- Entonces les voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.

-¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron.

-Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene. ¡Un, dos, un, dos!

Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.

Martes

En cuanto Federico se metió en la cama, Pegaojos roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez. Solo callaba la escupidera.

Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro que representaba un paisaje en el que se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río. Pegaojos tocó el cuadro y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.

Entonces Pegaojos levantó a Federico y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita. Peces magníficos nadaban junto al bote.

Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.

El barquito pasó también por la ciudad de su nodriza y la buena mujer le cantó la bonita canción que había compuesto de pequeño.

Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.

Miércoles

Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho. Y junto a la casa flotaba un barco soberbio.

-Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.

Y Federico se embarcó. En un tris se despejó el cielo y el barco avanzó por las calles y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, se deslizó vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.

La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.

-¡Miren a ésta! -exclamaron los pollos.

El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: ¡Cuidado, cuidado!.

La cigüeña se puso a hablarles de África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones:

-Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.

-Claro que es tonta! -exclamó el pavo.

Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.

-¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?

-¡Cuac, cuac, cuac!-, graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.

-¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla.

Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: ¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!.

Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.

EPegaojosstaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.

-¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita.

Jueves

-¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo.

Y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito.

-Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una vivienda muy hermosa!

-Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.

-Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo.

Lo tocó y enseguida Federico se fue reduciendo hasta no ser más largo que un dedo.

-Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.

-¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.

-Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.

-¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino.

Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas y a la izquierda quedaban los caballeros. Y en el centro de la sala los novios, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia.

Seguían llegando forasteros y más forasteros. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.

Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.

Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
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