Había una vez un pirata muy feroz del que todo el mundo huía. Pero no huía por su ferocidad, no, sino porque tenía una barba tan asquerosa que se ganó el apodo de Barbapocha.
Sí, el pirata Barbapocha tenía la barba tan sucia, desaliñada y desagradable que parecía que la tenía pocha. Y probablemente la tuviera, porque era realmente un asco.
Pero al pirata Barbapocha parecía darle igual. Para él lo importante era ser un pirata temido y amenazador.
Un día, después de muchos años surcando los malos, atemorizando incluso a su propia tripulación, el pirata Barbapocha decidió volver casa. Allí le esperaban sus padres, sus hermanos y hermanas y, por supuesto, la prole de estos: un montón de sobrinos y sobrinas que el pirata Barbapocha estaba deseando conocer.
—¡Hola, hijo! —dijo la madre del pirata.
—¡Hola, madre! —respondió el pirata—. ¿No me abrazas?
—Ay, hijo, con ganas me quedo, pero es que me da miedo esa barba tuya —dijo su madre.
—¡Solo está un poco sucia, madre! —dijo el pirata Barbapocha—. Ten en cuenta que llevo mucho tiempo en el mar.
—¿Y lo que parece que se mueve dentro también lleva mucho tiempo contigo? —preguntó su madre.
—Ja, ja, ja —rio el pirata Barbapocha—. Vamos a ver a la familia, que tengo mucha ganas de conocer a los peques de la casa.
Pero los peques de la casa no quisieron ni acercarse.
—¡Huele mal! —decían unos.
—Tiene una barba asquerosa —decían otros.
—Es la barba de un pirata famoso, el más temido de todos los tiempos —dijo el pirata Barbapocha, muy orgulloso de sí mismo.
—A mí me da que huían del olor y la podredumbre, tío Barbapocha —dijo uno de los más pequeños.
—¿Cómo osas retarme, pequeño grumete? —dijo el pirata Barbapocha.
—Si te afeitas la barba te daremos el abrazo más grande que hayas recibido nuca —dijo una de las niñas.
—Vaya, parece un trato interesante —dijo el pirata Barbapocha—. Pero sin barba, ¿qué me queda?
—¿Una cara limpia y radiante, digna del nuevo jefe del puerto más transitado del lugar? —dijo su madre.
—¿Jefe, dices? —preguntó el pirata Barbapocha.
—Sí, hijo, eso he dicho —dijo su madre—. Me lo ha dicho el alcalde esta mañana al saber que volvías. Pero con esa barba dudo que te reciba.
—A ver, que me lo pienso —dijo el pirata Barbapocha.
Y después de un rato, habló:
—Vale, me afeitaré. Así no me reconocerá nadie y será más difícil que mis enemigos me encuentren. Pero que conste que lo hago por los abrazos, ¿eh? Todo lo demás es un extra.
—¡Bien! —gritaron los niños.
Y así fue como el pirata Barbapocha se afeitó su asquerosa barba, se convirtió en el jefe del puerto y, por supuesto, se llevó un montón de abrazos, los más grandes que había recibido jamás. No eran muchos, porque nadie se acercaba a él con aquel matojo de porquería en la cara. Pero, ¡qué más daba el pasado, teniendo a tantos niños cariñosos deseando abrazar y jugar con su tío, el gran pirata!