Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo cerca del mar, alguien tuvo una idea. Se el ocurrió organizar un concurso muy curioso: un concurso de bizcochos gigantes. Además, para que el ganador se pudiera llevar el premio, era necesario que, entre todos los asistentes, se terminaran de comer el bizcocho ganador y todos los demás.
El primer año fue un gran éxito. Más de cincuenta personas se presentaron al concurso. El premio lo ganó un bizcocho tan gran como un coche. Se necesitaron cuatro personas para transportarlo.
Al año siguiente, el premio lo ganó un bizcocho que tenía el tamaño de una furgoneta. Hicieron falta 8 personas para llevarlo ante el gran jurado.
Al año siguiente, el bizcocho era tan grande que lo llevaron en un remolque tirado con por un vehículo.
Y así, año tras año, los bizcochos eran cada vez más grandes. Y todos los años, todos los asistentes acababan con un empacho terrible de comer bizcocho.
Y, como para poder ganar había que comérselo todo, los propios concursantes animaban a la gente a acudir al concurso, para que fuera más fácil acabárselo todo.
Pero un año al concurso se presentó un bizcocho tan grande como la plaza más grande del pueblo. ¡Hizo falta una grúa para poder meterlo en la ciudad, pasando por encima de los edificios!
Pasaron semanas y todavía quedaba bizcocho. No había manera de acabar con aquel mastodonte de harina, huevos, leche, azúcar, mantequilla y leche.
Y
había que acabarlo, porque el plato ocupaba toda la plaza. Y los autores se negaban a irse sin su premio.
Ese fue el último año que se celebró el concurso de bizcochos gigantes. Dicen que en aquel pueblo y en los alrededores nadie ha vuelto a probar nada parecido a un bizcocho o una magdalena.
Pero como no se han querido quedar sin fiesta, ahora organizan un concurso de tallado de fruta de miniatura que nadie se tiene que comer. Y es todo un éxito. No hay que perder de vista que las cosas no son mejores por ser más grandes.